Recuerdo que caminé hasta la esquina y la vi avanzar con la mirada del tiempo. ¿Cómo pude amarla? Pregunté. ¿Cómo pudo amarme? No podía más que dudar. Avanzaba entre la bruma creada por un lánguido deseo y un moribundo amor. ¿Tanto la deseo? Meditaba. Demasiado porque se agotó el sentimiento y lo reemplazo el instinto, supongo. Y mis instintos cada vez decrecían hasta la irracionalidad. Sólo el deseo podía gobernar. Como sonámbulo, parado en la cornisa del silencio, inundaron mi mente sus gemidos, pero no como la música que yo acompañaba, eran sordos lamentos unísonos, era otro el acompañante. Entristecí cuando la vi lanzarse fervorosa en sus brazos. ¿Él puede amarla? Moría por averiguar. ¿Ella lo ama? Asentía en mi locura y no podía dudar. Lo reté con mis ojos, se percató y los declaro como enemigos, nos vimos deseosos de muerte. Otro deseo de la irracionalidad. Y la vimos a ella con amor a la manera de cada uno, con celo y lujuria, con rabia mutua. La miramos al tiempo sin descubrir si era por amor a ella o por odio entre los dos
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