Doña Soledad era una persona muy respetada en la pequeña ciudad en la que vivía. Maestra de escuela hasta su jubilación, estuvo casada con un factor de Renfe que murió hace bastantes años víctima del talgo procedente de Valladolid. El matrimonio no tuvo descendencia, pero para mi tía Sole yo fui amiga, confidente y un poco hija. Ella me ha dado mucho más. Me enseñó a leer y a escribir, lo que tenía que pagar Pepito en sus compras y, atlas en mano, los nombres de los accidentes geográficos de Europa. También me adiestró en el arte de la gastronomía y a gozar de la música de Vivaldi.
Juntas íbamos al teatro y juntas entrábamos al cine a ver las películas a las que poco a poco se fue aficionando. No se perdía una de Chuck Norris, pero, con una cierta coquetería, comentaba a todos que era yo la adicta a esa filmografía.
Alguna vez descubrí a mi tía poniendo posturas de artes marciales frente al espejo y emitiendo los grititos que acostumbraba a dar Bruce Lee en sus actuaciones. Le sugerí que se apuntara a un gimnasio, pero no lo juzgó conveniente para no dañar su imagen.
Era una artista entre pucheros y se esmeraba en complacer todas mis apetencias culinarias. Su especialidad eran las croquetas de merluza y gambas.
Iba a ser mi cumpleaños y, aquella tarde, se dirigió al Mercadona. En el establecimiento compró una cola de merluza congelada, un puñado de gambas y lo necesario para hacer un bizcocho de chocolate.
Cuando llegamos al portal un maleante exigió todo lo que llevábamos de valor mientras ponía una navaja en mi cuello.
Mi tía empezó a emitir esos grititos tan insufribles del artista chino, el delincuente se volvió extrañado y ella le atizó con la cola de merluza congelada en toda la sesera. Cayó al suelo sin sentido y despertó en un coche, esposado y camino de comisaria.
Hizo la denuncia frente a un agente mientras él iba escribiendo a máquina toda su declaración. Cuando acabó, le pasaron el papel para que lo firmara. Ella lo leyó y pidió un rotulador rojo con el que marcó todas las faltas de ortografía que encontró en el escrito. No había dejado de ser una docente.
Hoy en día, doña Sole vive en una residencia donde, todos los miércoles de once a doce, comparte su equipo de música y sus cds de Vivaldi con todo el que quiera gozar de las obras del veneciano universal.
Cuando fui a visitarla por primera vez, la descubrí enseñando a resolver crucigramas a un anciano que ponía a prueba su paciencia.
—Mujer de Persia. ¡Lo tengo, doña Sole! ¡Persiana!.
Mi tía, muy profesional, respiró hondo e intentó sacarle del error.
Voy a visitarla con regularidad. Me da todos los caramelos que gana jugando al bingo y yo le llevo las últimas películas de Van Damme.
Te quiero, tía Sole.
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