UNA FEDRA ACTUAL 1

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No imaginé que al regresar de Nueva York a mi país donde había estado dos años formándome profesionalmente en una industria textil para incorporarme en la empresa familiar del mismo ramo, el destino me tuviese reservada una experiencia difícil de olvidar.

Cuando mi padre llamado Vicente que se había quedado viudo desde hacía un tiempo; y era un hombre que rondaba los seseinta años, aunque aparentaba ser más joven dado que sabía cuidarse muy bien, y yo salimos del aeropuerto dispuestos a tomar un taxi que nos conduciría a nuestro hogar, una vez en el vehículo éste un tanto azorado me notificó que se iba a casar con una mujer que se la había presentado un viejo amigo suyo llamada Carmen Lozano, la cual  era oriunda de Granada; y se había ganado la vida haciendo de asistenta social en el Ayuntamiento de Barcelona. Asimismo hacía bastante tiempo que estaba divorciada de su anterior marido y no tenía hijos.

-¡Ah! No sabía nada de esto - le respondí yo a mi padre totalmente sorprendido.

- Es que te lo quería decir en persona. Verás Luis. Tú ya eres un hombre de veinticinco años y puedes comprender que desde que se murió tu madre a quien yo quería mucho, me he sentido muy solo y pensaba en ella a todas horas, hasta el punto que estuve al borde de caer en una depresión. Pero cuando conocí a Carmen y la vi tan simpática y tan abierta no pude resisitir de intimar con ella. Empezamos a salir hasta que al fin nos hemos dado cuenta de que nos necesitamos el uno al otro.

- Entiendo. Tú, papá a pesar de ser un hombre muy práctico siempre has temido a la soledad. ¿Y qué opina mi hermana Inés de ésto?

-¡ Bueno...! Ya sabes cómo es ella. Al principio de salir con Carmen tu hermana siempre me ponía pegas. Pero ahora no ha tenido más remedio que aceptar mi decisión.

Mi padre no tardó en presentarme a su prometida. Se trataba de una mujer de mediana edad; de una extraordinaria belleza. Tenía un cabello de color castaño; ojos del mismo color con una vivaz expresión; pero sobre todo de su persona emanaba una distinción, un saber estar que enseguida cautivaba a quién la conocía. En un principio ella parecía tratarme con cierta displicencia, mas en la medida que me iba tomando confianza mostraba una luminosa sonrisa que llegaba hasta lo más hondo de mi ser. Pues era evidente que mi progenitor que siempre había tenido buen gusto para las mujeres en aquella ocasión también había acertado en dar en la diana.

La boda de aquella pareja otoñal se celebró de un modo discreto, y posteriormente ésta hizo su luna de miel en un viaje al Caribe. En el entretanto yo asumí provisonalmente la direccción de la empresa; a la vez que en mis ratos libres me relacionaba con el grupo de amigos de la Facultad en el que por supuesto no faltaban alegres y vistosas chicas. Mas de súbito se me antojaron que ellas eran unas damiselas inconsistentes y frívolas; carentes de todo interés. Tan pronto como me hallaba ante una de aquellas jóvenes en mi memoria surgía imperiosamente la imagen de Carmen Lozano, la esposa de mi padre, que  eclipsaba a todas aquellas niñas de dicho grupo.

A los pocos días de haber vuelto la pareja de recién casados de su luna de miel a su lugar de origen, mi padre me invitó un domingo a almorzar en su casa y al término del mismo él se retiró a su habitación a hacer la siesta; de manera que Carmen y yo nos quedamos a solas acomodados en el mullido sofá del comedor.

- Pues lo hemos pasado muy bien en este viaje. Y tu padre es un hombre muy animado - me dijo Carmen sonriente-. Supongo que tú además de ponerte al corriente en la empresa de tu padre, después de tu estancia en América habrás podido relacionarte con tus amistades de toda la vida ¿no?

- Por supuesto que sí.

- ...Y hasta es posible que te guste alguna chica como es natural - expresó ella en un tono festivo.

- Pues no. Se da la circunstancia que las chicas que conozco no me suscitan ningún interés.

-¿Ah no? ¿Cómo es éso?

Entonces tuve la percepción que todo mi entorno se difuminaba; era como si quedase envuelto en una niebla y sólo la presencia de Carmen sobresalía de un modo majestuoso imponiéndose a la situación. Por tanto en un impensado arrebato, me acerqué a ella y la besé ardientemente en la boca mientras que mi mano derecha le acariciaba un muslo. En aquel instante cruzó por mi mente como un rayo una penosa escena. Carmen se separaba de mí con brusquedad, sintiéndose ofendida por aquel atrevimiento tan inesperado, tan fuera de lugar que ponía en peligro su estabilidad conyugal con mi padre, al par que me soltaba agresivamente una serie de reproches.

Sin embargo me equivoqué de pleno, porque para mi sorpresa Carmen se me entregó sin reservas con una inusitada vehemencia que dio lugar a que nos abrazáramos, nos besáramos con más pasión, así como que nos acaricábamos por todas las zonas más álgidas de nuestro cuerpo hasta que aquel frenesí se consolidó en un acto de amor total.

Una vez que aparantemente nuestro deseo visceral se hubo calmado, Carmen se cubrió el rostro con las manos como si se sintiera avergonzada de lo que había ocurrido; de haberse dejado llevar por sus impulsos más recónditos.

- Ay, ay... Perdona, perdona. No pienses que yo soy así de lanzada - me dijo ella-. Yo siempre he sido una mujer juiciosa. Pero al conocerte no he podido evitar sentirme atraída hacia ti. Es como si fuésemos dos almas gemelas en todos los sentidos y no podía apartarte de mis pensamientos en todas las horas del día y de la noche.

- A mí me ocurre igual. ¿Entiendes ahora el por qué no me interesan las otras jóvenes? Yo te amo con locura. Amo tu hondura interior que es más rica que la de cualquier mujer que pueda conocer. Te amo en cuerpo y alma.

- Sí, sí. Pero esto no puede ser Luis. Yo no puedo engañar a tu padre, que es un buen hombre. Además tú eres muy joven mientras que yo en un día no muy lejano me haré  vieja. Soy de otra generación anterior a la tuya y con otro modo de pensar. Me saldrán arrugas en la cara y tú me aborrecerás y buscarás a otra mujer de tu tiempo como es natural -objetó Carmen-. ¿Y qué haré yo entonces? Lo mejor Luis es que esto termine aquí, y tratemos de olvidarlo.

- Ni soñarlo. No tenemos porque renunciar a la felicidad. Esto que dices de la edad es cosa del pasado. Cuando la costumbre mandaba que el hombre tenía que ser mayor que la mujer por el tópico de la protección masculina hacia la dama. Pero ahora esto ha cambiado y los años no importan en una pareja.

- ¿Qué hacemos con tu padre?

- No lo sé. Ya pensaremos algo.

Seguidamente, como aún nos hallábamos envueltos en aquella espiral tan sensual, nos volvimos a abrazar y a hacer el amor en esta ocasión más concienzuda que antes.

                                                              CONTINÚA

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