INOCENCIO

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Había nacido en el pueblo donde había de pasar toda la vida. En dos ocasiones salió del mismo, una cuando hizo la «mili» y la segunda en su viaje de novios a Toledo.  

Inocencio no siempre hacia honor a su nombre.

De pequeño había ayudado al cura, Mosén Cosme, en misa como monaguillo. Daba gozo verlo tocar la campana. Subía y bajaba unos metros agarrado a la cuerda disfrutando de lo lindo.  Acostumbraba a alisarse el pelo con un peine que había bañado, previamente, en la pila de agua bendita, lo que le costaba más de una reprimenda del mosén. En una ocasión, tras un empacho de regaliz, el zagal comenzó a vomitar una masa negra como la brea. La gente del pueblo vio en ello una señal  demoníaca y más habiéndose producido días antes la conversión del color del agua de la pila bautismal. Inocencio no había tenido mejor idea que, a escondidas, vaciar un tintero en la pila. Todos se sorprendieron ante tal prodigio, pero acabaron temiendo que fuera obra del Maligno. A punto estuvo el alcalde de solicitar del obispado que en la parroquia, y en presencia de Inocencio, fuera practicado un exorcismo que librara al pueblo de toda influencia maldita.

 Por otro lado, el chaval era una buena persona. En cuanto veía a una mujer cargada con cestas o fardos no se lo pensaba dos veces, corría a ayudarle sin esperar recompensa alguna. Siempre compartía el  chocolate con el que no tenía merienda y repartía sus canicas con los que las habían perdido en el juego.

Ayudaba a su padre en las faenas del campo, ordeñando las vacas y vendiendo la leche. Sabía a quién tenía que añadir unos cazos de más: al tío Aniceto, que no iba bien de dineros. A la señá Patro, que tenía un hijo tontito. A Consuelito, la niña pecosa que lucía unas preciosas coletas pelirrojas…

Inocencio creció y se fue a la mili que le tocó hacer en Cádiz. Allí fue dejando huella tanto de sus trastadas como de su buen corazón. Ambas cosas le supusieron algún calabozo y el agradecimiento de sus compañeros.

Volvió al pueblo y descubrió con pena que la chavala pelirroja se había casado con un gallego que se la llevó a su tierra. Él acabó casándose con Mercedes, una muchachita callada que cosía muy bien. Tuvieron dos hijos a los que, con gran esfuerzo por parte de su padre, estudiaron bachillerato e incluso una carrera. Ninguno quiso quedarse en el pueblo y a penas se dejaban ver por el mismo.

Un aciago día, Mercedes murió de un ataque cardiaco. Inocencio se quedó sólo y triste. Empezó a descuidar el campo, la casa y a él mismo. Malvendió las vacas ingresando el dinero obtenido en las cuentas de sus hijos, esos hijos que sólo veía en Navidad. Se recluyó en la casa. Recordaba todos los buenos momentos que la Providencia le había proporcionado. Había sido muy feliz aunque ya no le quedaba nada. Sonreía cuando le creían poseído, cuando en Cádiz le había unido todos los garbanzos con un hilo antes de servirle el plato a aquel sargento tan borde, el nacimiento de sus hijos…

Anochecía y el gato no regresaba. Inocencio salió a buscarlo. No vio el rastrillo que, con las púas hacia arriba, estaba oculto entre las hierbas. Tropezó y todo acabó para él.

En la primavera siguiente, en el mismo sitio en donde había perecido desangrado, un montón de amapolas habían florecido, rojas como su sangre, rojas como las coletas de aquella niña…

 


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