Nota del autor: Un humilde homenaje a esas personas que siempre nos tienen los elementos comunes de nuestras comunidades de propietarios en perfecto estado de revista. Vaya por ellos.
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Fermín, el portero de la finca, era un hombre un tanto peculiar. Ni gordo ni flaco, más bien bajo de estatura, manos velludas y unos andares algo afectados por las secuelas que, siendo infante, le dejaron una traicionera poliomielitis. Pero eso nunca le impidió ser un trabajador competente, siempre dispuesto a solucionar los problemas de su gente en la comunidad de vecinos. Era un tipo muy circunstanciado, siempre buscando la perfección en su trabajo, y hasta la más mínima mota de polvo caía en las redes de su volátil plumero azul que cada mañana pasaba con esmero entre puertas, cristales, pasamanos y el pequeño mueble que servía de recepción en la entrada del inmueble.
Un gran tipo… Sí, un tipo sencillo, muy humano, con cierto estilo. Puedo decir sin temor a equivocarme que Fermín me llegó a tener tanto apego como yo a él.
Había que verle trabajar con sus artilugios… ¡Era todo un espectáculo! La bayeta, el cubo, la escoba y el recogedor hacían entre sus manos apuestas quinielísticas con los detergentes sobre cuál de ellos lograría la limpieza más pulcra sin necesidad de echar mano del otro. Primero mojaba, después frotaba, volvía a mojar y después vuelta a frotar; y así tres o cuatro veces… Tras ello, entraban en juego los poderosos quitamanchas, jabones líquidos, lejías y todos aquellos productos químicos que dejaban finalmente todo impoluto, brillante como los chorros del oro ante su mirada llena de satisfacción. Dirigía su peculiar orquesta con un ánimo invencible y no recuerdo que jamás llegara a perder ninguna de esas higiénicas batallas. Bueno…, para ser sinceros, alguna que otra vez se descuidó con la lejía para provocarme algún que otro pequeño susto. Pero yo siempre se lo perdonaba. Nuestra amistad fue muy estrecha y cercana. Fermín me caía muy bien y me cuidaba mejor; estábamos hechos el uno para el otro. Cualquier momento era bueno para oírle platicar, incluso a solas. Disponíamos de mucho tiempo para los dos, prácticamente desde las nueve de la mañana hasta las cinco de la tarde en que ambos nos retirábamos a descansar.
También puede decirse que era un hombre muy puesto al día en conocimientos cercanos; algunos tan cercanos como si la vecina del quinto -la promiscua y pícara Anabel- había invitado a su apartamento la noche anterior a otro de sus novios, incluso a veces hasta dos o tres a la vez; o si Casemiro -inquilino del Cuarto “C”, un brasileño gracioso, bajito y amable, pero algo dado al bourbon y otras bebidas no menos espirituosas- no había salido esa mañana a trabajar por mor de la gran resaca que seguramente lo tendría así postrado hasta el día siguiente.
Pero también sabía de toda clase de deportes, política, moda… Incluso de economía.
Para mí, y sin temor a equivocarme, creo que era un tipo completo, un peculiar autodidacta cuyos conocimientos tenían su origen en su charla afable con la gente y la lectura diaria de ese montón de prensa desechada por los vecinos que durante las tranquilas horas de la tarde nos afanábamos en devorar sentados tras el mueble de recepción del portal del inmueble.
¿Se nota que Fermín y yo estábamos cortados por la misma tijera…, verdad? Pues así es… ¡Éramos uña y carne…!
Podrá adivinarse que, hablando en pasado, he descubierto que mi querido amigo Fermín nos dejó para siempre… Cierto es; lo hizo ayer de improviso, por culpa de un infarto traidor y sin avisar a nadie, pero sin quejas y en medio del ajetreo en su última e incruenta batalla contra el polvo y esas manchas rebeldes del grueso felpudo de entrada al portal que siempre le dieron tantísima guerra en los pasados inviernos… Fermín… Fermín… ¡Qué pena!
Siempre fue un honrado trabajador… ¡Y pensar que nadie supo valorarlo en su justa medida!
Y aquí estoy yo, su impoluto uniforme azul, colgado en el armario de la portería entre sucias bayetas, cubos, escobones y un montón de detergentes..., vacío y triste sin él.
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