Pasaba las tardes bajo un florido árbol de siete cueros, depositando su adultez sobre la grama, escribiendo como una forma de expiar sus culpas, siguiendo sigilosamente el crujir de las hojas secas; presintiendo la caída del sol una vez más.
Allí estaba como otros días, llenando las manos de historias aromáticas y diversas para no sentir la vergüenza de caminar por el mundo con las manos totalmente deshabitadas.
Una de aquellas tardes cuando trataba de memorizar los colores del aire, descubrió que se había extraviado. ¡Pobre hombre! Se entretuvo tanto que perdió el sentido del tiempo, se puso de pie de prisa y se buscó cerca al arroyo, detrás del junco, en el atado de leña, pero no se encontró. Seguramente se había perdido en el matiz de un pensamiento y por caminar tan distraído no lo había notado.
Continuó su búsqueda incansable y al no tener siquiera una huella reveladora de sus andanzas, confundió sus pasos y palabras; estaba temeroso de que algún ser de la selva lo llevara hasta donde nadie pudiera verlo.
Caminaba insistentemente detrás de todo rastro, pero nunca se le ocurrió pensar que tal vez estaba atascado en algún libro, en un renglón, una imagen de la niñez o una canción de amor.
La noche ya le arropaba el cansancio y las dudas, las luciérnagas no lo desamparaban y junto a él, hacían la vigilia de siempre.
El sueño comenzó a cubrirle los ojos, los párpados luchaban por no cerrarse y deshabitar la espera, sin embargo la fuerza los venció.
Esta vez cayó desmayado, depositó su adultez sobre un jardín de rosas, tulipanes, crisálidas y novios. Fue tanto el encanto que los poros de su piel se abrieron de par en par y se dejó infiltrar por los perfumes que danzaban entre el pasto. Fue así como miles de tallos y seres de la tierra rompieron su cuerpo; las flores atravesaron sus entrañas y convirtiéndose en un nuevo ser silvestre, hizo parte del bello jardín. Los pájaros tomaban su polen y las mariposas acariciaban su nuevo y esbelto cuerpo.
El sereno de la noche le refrescó el vientre, sus cabellos se enraizaron y crecieron como hierba nueva, los rayos de la luna le iluminaron los ojos y las pupilas se bañaron de gloria.
El espíritu de la selva seguía haciendo lo suyo; extraviando hombres y mujeres de todas las tallas. Esta vez el hombre no tuvo miedo y sin comprender lo que pasaba, el sentirse nido y tierra lo tranquilizaba.
Al día siguiente una mujer que pasaba por allí, quiso tomar un ramillete de flores para llevar a casa, se sintió atraída por las fragancias y al acercarse para olfatear un poco, quedó perpleja al ver semejante arreglo floral con forma humana tendida sobre la verde alfombra. Miró al cielo, se estremeció tanto que hasta los ángeles se sintieron conmovidos. Tomó agua de su cántaro y regó aquel pedazo de universo hasta humedecerlo por completo.
El corazón del hombre que no había perdido su esencia, miró hacia lo alto al sentir aquel líquido metiéndose entre sus granjas y vio cómo resplandecía la figura de una bella jardinera, diosa nunca antes vista.
Ella palideció al sentirse observada por aquella inmensa creación, la que poco a poco se transformaba ante sus ojos en un ave más del ancho firmamento. La corteza terrestre abría sus puertas y las flores se ensanchaban para que el ser de las búsquedas cambiara sus raíces por extensas alas.
Esta vez, el cisne alargó su cuello, extendió su plumaje, levantó el vuelo y partió a otras tierras. En ese mismo momento, la diosa del cántaro se fundía en la tierra tomando su lugar, fecundando nuevos girasoles y margaritas.
De esta manera, el cisne comprendió que en realidad nunca estuvo perdido, sólo necesitaba mudar de piel para renovar sus estancias
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