El sabor grisáceo de la tarde avisa que una gran tempestad los abastecerá de lluvias. La mujer entrega a su pequeña la muñeca de trapo mientras le ofrece a su hijo el buque azul de otra infancia para disimular el miedo que despierta el rugido del trueno.
Pronto oscurece y la madre se sumerge en el aire que empaña los vidrios de las altas ventanas, cociendo los retazos de tela, hilando... hilando.
La plancha tibia aún permanece sobre la mesa y un fuerte relámpago se dibuja sobre el enchufe y en un acto ligero clava la aguja en el tubo de hilo, se quita el dedal y corre en busca de sus pequeños, a los que encuentra detrás de la silla de mimbre; temerosos y aferrados a sus juguetes.
El relámpago chispeante se dibuja en las paredes, la madre finge estar tranquila, les tiende sus brazos, los apacigua un poco y los lleva hasta su nido, abriga sus cuerpos indefensos, pone a calentar el agua y prepara los teteros entonando una bella canción de cuna.
El granizo golpea la puerta del corredor principal y cubre el antejardín, la voz del trueno se ha ido hacia la montaña de nuevo, pero el frío se hospeda en el hogar.
La mujer se pone la ruana, se desnuda las manos y los brazos, dejando caer una gota del blanco líquido en su mano izquierda para probar su calor, las hojas de cidrón dejan escapar su olor y tibieza. Las blancas piernas se desplazan por toda la habitación y dejan ver un poco aquella vena várice que se ha formado con los años, desde la época de la cosecha, mece la cuna y los niños toman las botellas y las sostienen con fuerza antes de beber.
Los perros se inquietan, alcanza a escuchar un intenso quejido, pero ella no deja de tararear las canciones que su padre le cantaba, mientras su madre batía el chocolate años atrás; ahora ella lo hace para apaciguar los lamentos. Luego se pone las medias blancas hasta las rodillas, pues el frío le ha hinchado los pies. Camina de aquí para allá y después de alimentar a sus hijos, los deja a medio dormir, pero antes de apagar la luz voltea los espejos para no atraer los yayos.
El frío se hace cada vez más intenso, los lobos se acercan y con sus aullidos intentan quebrantar la paz, la madre no desespera y abre la página de su memoria para contar un cuento, pero poco a poco su boca se va cerrando, parece desandar las calles de la ensoñación.
Entre relámpagos y gruesas gotas de agua, alguien empuja la puerta y camina hasta la habitación. El jornalero se quita el sombrero, descarga el hacha, se seca con una toalla y como siempre ocurre en días de invierno, mira a su mujer descansando con los ojos cerrados y con sus hijos al lado, en la silla mecedora. No sabe si duerme o solo reposa.
El hombre se cambia las botas empantanadas por un par de zapatos cómodos, se dirige hacia ella, le corre el cabello, le da un beso en la mejilla y con una suave caricia la despierta... sólo quiere resguardase con sus hijos en el rincón de una costurera.
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