Bosco era un hombre enfrentado a su mundo. No le gustaba la cerveza, algo prácticamente impensable en un cuarentón. Tampoco era amigo del jolgorio ni de las fiestas populares pero lo que realmente sorprendía a sus muchos conocidos era su absoluto rechazo por el fútbol y a cuanto tuviera relación con él.
Bosco era incapaz de entender qué le veían tantos seguidores como tenía repartidos por el mundo –la mitad de sus habitantes según las últimas estimaciones– amén de todas y cada una de las cadenas de televisión, ya fueran públicas o privadas, donde la sección de deportes era una mera excusa para comentar las noticias más insustanciales del «deporte rey», siempre en detrimento del esfuerzo de tantos y tan buenos deportistas que se dejaban la vida en disciplinas igual o más exigentes. Pero el enojo de Bosco por este menoscabo deportivo no tenía parangón al experimentado cuando ese desprecio recaía sobre el atletismo, por razones nunca dadas.
Propietario de un mesón donde posiblemente se preparaban los mejores serranitos de la ciudad, Bosco «invitaba» a sus clientes a disfrutar, en la gran pantalla comprada en el último Black Friday, de cualquier prueba atlética que tuviera lugar en el mundo, encarándose con cuantos exigían ver el partido de fútbol de la jornada. O su previo.
–¿De verdad me voy a perder el partido el siglo? –le echó en cara aquella tarde uno de los habituales.
–¿Partido del siglo? ¿Cuántos van ya, Willy? ¿Treinta y siete?
–No seas malaje.
–¿Acaso no sabes leer? –respondió el mesonero señalando el cartel que sacara en la copistería del barrio, donde en letras de imprenta podía leerse «Aquí no se ve fútbol. La dirección»–. Yo soy «La dirección», y digo que en mi casa está vetado el fútbol, sobre todo con un europeo de atletismo en curso.
–De verdad, Bosco… Un día no vuelves a verme el pelo.
–¡¿Y a dónde vas a ir, desgraciao?! ¿Donde Pedro?
–Pues mira, tal vez lo haga.
–Pues mira, ya estás tardando. Pero antes pásate por la farmacia de Federico y pídele una caja de Almax. Grande. Pedro no ha cambiado el aceite desde que el litro se pagaba en pesetas.
–Habrase visto… ¡Ni que fueras tú quien se juega las medallas!
–No sabía que de ti depende la Liga.
–Touché.
–Pues eso.
–Anda, dame la clave del wifi. Al menos voy a chuparte internet para ver el partido en el móvil.
–Pero ponlo bajito.
–Encima eso.
––––––––––––––––––––––––––––––––––––––––––––––––
–¡Baja el volumen, Willy! Estás molestando a la clientela.
–¿Qué clientela? –preguntó Willy con evidente mala uva, poniendo a Dios por testigo de la ausencia de parroquianos. Y la verdad era que salvo doña Encarni, quien disfrutaba junto a su amiga Ramona de un café con churros algo tardío, el resto de habituales se hallaba donde pudiera ver el partido–. Estoy jartito de decírtelo: vas a perder el negocio por culpa de esta manía tuya.
–Te agradezco el consejo, maese Guillermo, pero quien prueba mis serranitos siempre vuelve.
–Tú sabrás.
–Deja de refunfuñar y dime si te preparo uno.
–Pero que sea de lomo. El de pollo está muy seco.
–Seco tu primo.
–También.
Enzarzados como estaban en su amistosa pelea, no fueron conscientes del tipo que hacia la barra se acercó lanzando cautas miradas en derredor, la diestra en el bolsillo del vaquero, de donde sacó una enorme navaja de muelles que tras siete chasquidos como siete amenazas –clac, clac, clac, clac, clac, clac, ¡clac!– puso entre Bosco y Willy.
–Dame todo el dinero, amigo –dijo controlando a ambos hombres con la punta de la navaja. Las ancianas dejaron caer sus churros sobre las tazas mediadas, salpicando mesa, vestidos y arrugas de oscuro café.
–¡Me cago en mis muelas…!
El exabrupto de Willy llamó la atención del atracador. Solo fueron unos segundos, pocos para verbalizar un pensamiento pero suficientes para que el compacto cuerpo de Bosco saltara por encima de la barra, cayendo sobre el tipejo como si la furia de Zeus lo hubiera alcanzado desde el monte Olimpo.
A base de empujones bien dirigidos, el tabernero fue arrastrando poco a poco al atracador hasta la puerta, indefenso ante el embiste de semejante torbellino humano a pesar de conservar en la mano los 12 centímetros de la navaja bandolera, hasta que más por suerte que por destreza consiguió acertar con ella en el pecho del otro. ¡Ras!, hizo al cortar la tela blanca de su camisa. Bosco aflojó el ataque al verse alcanzado, desconcierto que aprovechó el mezquino atracador para salir por piernas. Y mientras las ancianas se llevaban las manos a la boca, angustiadas, ya iba Willy en socorro de su amigo pañuelo en mano.
–¿Estás bien, Bosco? ¿Dónde te ha dado? Déjame ver –las frases le salían a Willy de forma atropellada, enormemente preocupado, pero su inquietud pronto pasó a ser sorpresa para terminar convertida en roja furia cuando vio cómo Bosco se echaba a reír a mandíbula batiente.
–¡¿Se puede saber qué cojones es tan gracioso…!?
Bosco, como única respuesta, se desabrochó la camisa para enseñarles a Willy y a las ancianas la medalla de aspecto oficial donde la navaja había topado en su camino asesino.
–¿Y esto?
–Oro en decatlón. Campeonato regional de 2006.
–¿Serás sinvergüenza? Qué calladito te lo tenías.
–Je, je, je,…
–¿Y siempre la llevas puesta?
–Solo cuando se juegan europeos y mundiales.
–Cabrón con suerte.
B.A.: 2023
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