Diario de un viajante: Ramsés

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Nota del autor: El personaje que aquí habla es de pura ficción. Hoy pasa a formar parte de mi modesta colección "Diario de un viajante". Cualquier parecido con la realidad es pura coincidencia.

***

Desde niño, siempre me ha apasionado el fantasmal misterio del antiguo mundo egipcio, tan subyugante como impenetrable a veces para los científicos que dedican su tiempo al descifrado de esos jeroglíficos que representan un mundo incógnito en tantas cosas; sus pirámides siguen siendo hoy en día un testigo de una civilización que, a poco que lo pienses, se nos presenta a veces como unida a una raza que nada tiene que ver con la nuestra, quizá extraterrestre, dicen algunos. Sin embargo, hay algo en esos vestigios que nos lleva a pensar que -en realidad- nada es tan equivocado como esa reflexión cuando aquellas poses dibujadas por manos expertas sobre la antigüedad de sus paredes nos resultan hoy tan familiares. 

Siempre me he preguntado cuál sería la razón por la que los antiguos egipcios dibujaran a sus personajes en esas características poses laterales, de perfil, huyendo de la perspectiva, pero en sincronía de movimiento desde un punto estático hacia otro indefinido, oculto quizá, pero también muy sugerente, o sugerido, como quiera calificárselo. Son posturas vivas que a veces nos parecen un tanto infantiles, pero que en realidad –unidas a sus valiosas policromías- nos hablan de una sociedad en la que lo humano e inhumano, lo positivo y lo negativo, lo romántico y lo muy promiscuo -todas esas sustancias humanas- se mezclan en un caldero que tampoco hoy nos es ajeno.

Necesito centrarme, dejarme de rodeos…

Viene esta reflexión previa a colación de esas noticias que han salido en la prensa sobre el descubrimiento en la Gran Pirámide de Guiza –la mayor de todo Egipto- de un corredor que, por fin, puede llevar a los egiptólogos hasta la misma cámara funeraria del faraón, el rey Keops, “Jufu” en egipcio, del que se desconoce gran cosa, y con ello su momia, papiros y múltiples tesoros.

Como el director de mi periódico no es ajeno a la actualidad (si no lo fuera, qué sería de él y de mi trabajo), esta misma mañana al llegar a la oficina me ha dicho en tono solemne: “Fulano… viajas a Egipto…”

Bueno… Pues heme aquí, vestido con el cuero de mi pequeña persona, en El Cairo; pero esta vez no viajando con mi viejo vehículo sino, después de un accidentado y bamboleante vuelo, haberlo sufrido en un cochambroso avión de la compañía aérea más barata del mundo que hizo despedir a mi desayuno mandándolo al paro y sin derecho a indemnización, ni como fijo ni como fijo discontinuo.

Como digo, mi objetivo principal era contrastar “in situ” con los entendidos en la materia esas recientes informaciones respecto de la Gran Pirámide de Guiza, distante unos veinte kilómetros desde la capital, no sin antes ilustrarme lo suficiente sobre aquella gran maravilla y del rey faraón cuya leyenda guarda con tanto celo.  Sin embargo, dado que mi director no me había restringido el tiempo de estancia en el país, me dije a mí mismo que no sería nada malo desplazarme antes a disfrutar de esas otras maravillas arquitectónicas que guarda el famoso Valle de los Reyes, en Luxor.

Luxor está situada bastante alejada de El Cairo, a más de 500 Kms. y, teniendo en cuenta que esa visita estaba fuera de lo pactado con mi periódico y, además, mi bolsillo, como siempre, estaba tan deteriorado como de costumbre, en vez de repetir en avión, obtuve un billete (ida y vuelta, resultaba aún más económico) en un tren nocturno de clase estándar, en segunda clase, que tras largas horas de viaje me depositó cerca de las calientes arenas de aquélla famosa necrópolis tan llena de fabulosas historias.

Puedo decir que mi ánimo estaba tan exultante como el de un niño con zapatos nuevos. Nunca había tenido la oportunidad de verme deslumbrado personalmente por la magnitud de tales maravillas; la lectura en los libros sobre aquélla cultura y sus obras no se aproximaban –siquiera- a lo que la vista presencial disfruta de sus cromatismos. Me encontraba en ese momento en el valle este de la necrópolis donde están situadas las pirámides descritas como las “KV”. Allí estaba frente a mí la tumba KV7, lugar donde se encuentra enterrado el archiconocido faraón Ramsés (Ramsés II, para más señas), hijo de Seti y de Tuya, según pude comprobar en uno de esos librillos turísticos que te dan a la llegada.

Ramsés, por lo oído y leído, tuvo fama de ser un faraón amante de las guerras, belicoso como el que más, descendiente de una familia de militares; pero fue tan belicoso (y amante del poder y de los tesoros) como mujeriego y lascivo depravado sexual. Se cuenta de él que llegó a disfrutar de decenas de concubinas y tuvo cientos de hijos, y no creo que a su legítima esposa, Nefertari, le hiciera esto mucha gracia. Esto es algo que siempre ha caracterizado al poder y no es de extrañar que haya llegado hasta nuestros días a los niveles de corrupción que por desgracia vivimos, unas veces “tapados”, las más, otras veces “cazados”, las menos.

Ramsés, en definitiva, es sólo un nombre… pero un nombre ahora con mucho sentido y varios discretos “reservados”. Parece que no conviene importar a las grandes instancias. La carne es débil y el bolsillo más para aquéllos que hacen de su bolsillo la carne y el poder.

Es la historia del hombre, la historia del que manda…

Ahora entiendo aquellos curiosos dibujos egipcios al “ponerse de perfil”, y para mí soslayo que algunos se ponen de esta guisa cuando conviene ponerse: “¡Yo no he sido…!”


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