Sales de tu casa. El sol de la mañana baña tu cara mientras bajas la escalera que da a la calle. Una vez abajo saludas a tu vecino que está regando sus preciosas orquídeas. Entonces coges tu vieja bicicleta que tan bien funciona y empiezas a pedalear por las carreteras de tierra. Finalmente, después de quince minutos en dos ruedas ya has dejado atrás el pueblo y el camino de tierra se acaba. Dejas tu vehículo a un lado y comienzas a caminar por la maleza. De pronto te das cuenta de que ya no pisas solo tierra y hierba sino que el suelo se va poniendo poco a poco de un color blanco. Unos metros más adelante ya casi no queda vegetación y puedes ver el mar hasta que por fin ya todo lo que pisas es arena, una arena muy blanca y fina.
Mientras prosigues hacia el agua puedes ver pequeños agujeros hechos en la arena por inofensivos cangrejos. Por fin llegas a la orilla y te adentras poco a poco en el mar. El agua en la que te metes está templada y es de un transparente que hipnotiza. Cuando el líquido invisible te llega hasta la cintura te paras. Te quedas quieto, sin moverte un ápice y miras hacia tus piernas. Poco a poco van llegando peces curiosos cuyas escamas con el contacto del sol producen todos los colores imaginables. Y así, muy quieto, notas como esos seres del mar danzan alrededor tuyo y te mordisquean las piernas, sensación inmejorable.
Esto es Varadero, no los hoteles de cinco estrellas.
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