El piso: recuerdo, injusticia y esperanza.
El piso había estado cerrado cerca de un año acumulando polvo. Para mí, sin embargo, habían pasado casi veinte. La fortuna me había sonreído a mis 22 años en forma de mujer. Una mujer sencilla, hermosa en todos los sentidos de la palabra, una mujer que me había hecho olvidar partes oscuras de mi adolescencia.
Las sillas de madera y la mesa, durante un momento, volvieron a la vida desde el recuerdo, en forma de realidad con algo de neblina. Allí estaba mi madre, con cara joven. Junto a ella mi hermanastra Ana y a su lado mi padrastro, serio por definición, estricto. Aquel día, sin embargo, todos, incluso él, reíamos y comentábamos con alegría las buenas notas de Ana.
La memoria feliz se desvaneció y los muebles volvieron a estar vacíos.
De camino a mi habitación, pase frente al cuarto de Ana. Involuntariamente me detuve ante un sonido que ya no podía estar allí, un ruido que venía directamente del pasado. Recordaba el rostro preocupado de mi hermanastra, la dura mirada del marido de mi madre mientras accedía, tras ella, a la habitación sujetando el cinturón de cuero en su mano.
A mi nunca me castigó de aquella manera y, hasta dónde recuerdo, a mi hermanastra tampoco la volvió a azotar. Pero la memoria estaba allí. Hace años que no veo a Ana, en el instituto no le fue mal, era bastante popular. Luego se juntó con un tipo y la relación duró poco más de un año. Finalmente, creo se fue a vivir al extranjero con una chica tres años mayor que ella. Recuerdo que alguién me dijo que se habían casado o que vivían juntas, no sé muy bien. Recuerdo que me alegré un montón por ella, la imaginé valiente, feliz, riendo con frecuencia.
Unos pasos más, frente a mí la habitación dónde pasé mis primeros 22 años de vida, mi infancia y mi adolescencia.
Abrí la puerta.
Junto a la cama cubierta por un edredón azul marino había una caja de cartón. Un armario empotrado de puertas verdes, una ventana con la persiana cerrada, una silla y una mesa de estudio, un flexo de color plateado y una lámpara que había permanecido apagada mucho tiempo, completaban la decoración.
Abrí la persiana, para que se colara algo más de luz, luego abrí el armario. De una barra de metal colgaban un par de perchas desnudas y una tercera sujetando un abrigo. Metí la mano en uno de los bolsillos y saqué una moneda de una peseta, también había un duro.
Después abrí los cajones. En el último, al fondo, encontré una foto del colegio. Estaba con Juan y con Antonio. El malvado Antonio.
A pesar de los años mi corazón se aceleró y la desazón se apoderó de mí. No fue una, ni dos veces, si no alguna más. Sin embargo la memoria, selectiva y cruel, recuperó la peor experiencia, la más humillante y dañina.
La tarde había comenzado bien, era casi verano, lucía el sol, hacía calor y caminaba de vuelta a casa chupeteando el dedo gordo de un "frigo pie". De repente Antonio, otro chico y una chica mayor aparecieron tras la esquina y decidieron que tenía que darles todo el dinero que llevaba. Les dí lo que tenía pero les pareció poco, así que me llevaron a un callejón y me metieron en una casa en obras. Allí me zarandearon, me insultaron y empezaron a pellizcarme en los brazos y en las piernas.
Luego Antonio decidió que aquello no era suficiente y con la ayuda del otro chico y la colaboración de la chica mayor me bajaron los pantalones, dejándome en calzoncillos mientras se reían. Antonio pateó mi trasero y la chica me pellizco en la nalga. Empujando a uno de mis agresores con la fuerza que da la rabia, escapé como pude con la cara colorada, corriendo, esperando que nadie me viese por el camino, llegué a casa y me fui directo a la habitación. Y allí, en ese mismo lugar que ahora solo era un mudo testigo, lloré y juré una venganza imposible.
No dije nada a nadie por miedo a las represalias y por vergüenza, sobre todo por vergüenza. ¿Qué hubiera dicho mi padrastro? ¿qué habría podido hacer mi madre? Por suerte, mi sistema de supervivencia se impuso y logré, aunque con secuelas, pasar lo peor de aquella crisis adolescente.
Pretender que las experiencias no dejan huella sería engañarme. Todo afecta, todo ayuda a forjar nuestra personalidad. Hoy, con el apoyo de quien puso color a mi otrora vida en blanco y negro, con el sostén de mi compañera, todo es diferente. El futuro es esperanza, la esperanza nunca falla, siempre está ahí, para que nos levantemos y seamos más fuertes, más sabios.
El cuarto vuelve a estar mudo, tan callado como este último año.
Es hora de cerrar la persiana y colgar el cartel.
"Se vende"
Es hora de pasar página.
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