El bar olía a cerveza y sudor, y la música de fondo era una mezcla cacofónica de rock y blues. En una esquina del local, un hombre de mediana edad con una camisa desabotonada y una barba desaliñada, se tambaleaba sobre un taburete mientras trataba de equilibrar un vaso vacío en su mano temblorosa.
"¿Otro trago, amigo?" preguntó el barman con una sonrisa cansada.
“Por supuesto", gruñó el hombre, y el barman le sirvió otro vaso de cerveza fría.
El hombre bebió con ansia, como si el alcohol fuera la única razón por la que estaba allí. Y tal vez lo era. Había perdido su trabajo, su esposa lo había abandonado, y sus hijos apenas lo reconocían. Todo lo que le quedaba era la botella, y estaba decidido a aferrarse a ella con todas sus fuerzas.
De repente, la música se detuvo y las luces parpadearon, anunciando el cierre del bar. El hombre gruñó y se puso de pie, tambaleándose hacia la puerta.
La noche era oscura y húmeda, y las calles estaban desiertas. El hombre caminó por las aceras rotas, la cabeza gacha, como si estuviera buscando algo que había perdido hace mucho tiempo.
Quizás lo había perdido todo, pero en ese momento, con la botella en la mano, se sentía vivo. Y eso era todo lo que importaba.
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