(Del “Libro de las voces silentes. Evento Primero: Y al octavo día…”)
… y con la creación del último de los seres animados, orgulloso de sí mismo y de sus magníficas obras, el Ente sopesó la posibilidad de convertirse en algo al que llamó “Hombre” y así poder disfrutar de los placeres de lo por Él creado.
Sucumbió al encanto de su idea y se hizo carne en tan maravilloso Edén acompañado de gráciles cervatillos, de animales de todas las especies que supo diseñar en su inmenso Intelecto y en medio de exuberantes selvas que alegraron con sus explosivos colores su ilimitada Sabiduría; y también de jugosos frutos donde su paladar supo saciar el Placer del gusto, y de riachuelos con frescas aguas con las que apagar su infinita sed de Justicia.
Al hacerse “Hombre”, el Ente conoció maravillado el placer de lo por Él prohibido, y le pareció sabroso y muy bueno, ausente de cualquier pecado, y maldijo el tiempo en que lo prohibió por saberse así pecador impenitente y disfrutar de todos los placeres mundanos hasta la saciedad porque así se lo exigían las tripas y el corazón humano. De esta manera olvidó su estirpe de gran Hacedor del Todo y de la Parte, perdió consciencia de ser Quién era y el Porqué del Todo, y ahora, en su humana ignorancia, perdida su infinitud y su luz de sabiduría pura, se formula a ciegas cientos de preguntas y busca con denuedo el paradero de la deidad perdida. Así es por lo que jamás recibe respuestas a los rezos que dirige a un Dios que vaga desde entonces entre lo divino y lo humano y nunca consigue encontrarse; y es así como no atiende en lo más mínimo lo que su alma reclama, ni consigue darle consuelo a sus penas, ni se evita los males de las enfermedades, ni de esas guerras cruentas por las que sangran a borbotones sus casi vacías venas por más que implore su ayuda y construya legiones de ciegos creyentes rogando reencuentro en sus abarrotados templos.
Ambos son espíritu y carne condenados en la misma celda; ambos dos se buscan y se saben presentes en la Fragua de la Vida, pero jamás se encuentran en tan pequeño recinto de fungibles carnes, nervios y huesos… Ambos intentan reconciliarse en sus ambivalentes proyecciones mientras un tercer elemento, la negritud de la Nada, lucha contra ambos para confundirlos en medio de las sombras en el horrible terreno que divide el Todo y la Parte…
Ha olvidado que es el Dios atado por sí mismo en la Tierra a un cuerpo que no es más que un cerebro con una débil espina dorsal, un ser material surgido de lo inmaterial que ahora sufre lo doloroso de su materialidad por el simple orgullo de vestir deidad, por probar qué siente su obra, por saberse entonces y por siempre superior al “Hombre” y omnipotente frente a sus limitaciones; y así llora amargamente por los siglos de los siglos su gran error buscando la liberación de ese ser inferior y poder así darle respuesta a esos miles de preguntas que con razón reclama por el injusto castigo de soportar vivir… Y, al final... morir sin saber por qué, ni -lo que es peor-… ¿con qué fin…?
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