Egos

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Decían de él que era un hombre solitario.

Pero se equivocaban.

Le tomaron por loco porque se le oía hablar y discutir a solas en voz alta; se preguntaba y se contestaba, se reñía y se ensalzaba, dialogaba a menudo con su otro yo sobre si ir al cine o al teatro, caminar o ir al gimnasio, si reír o llorar… Pero, sin embargo, era un hombre solidario y comprensivo, siempre llegaba a un acuerdo satisfactorio que contentaba con suficiencia el carácter de ambos.

Sí, es cierto, era un tipo muy especial y esto le ocasionó algunos problemas con  los demás, especialmente con aquellos que no podían entender que en nuestra personalidad siempre está residente la ambivalencia del yo,  y que, por egoísmo consciente o inconsciente, la desechamos, infravaloramos o (en la mayor parte de los casos) la ocultamos frente a los que nos rodean. De ahí la hipocresía del día a día, esa falsaria careta que usamos al cerrar tras nos la puerta de nuestra casa y que sabemos nacida de lo que el hombre ha dado en llamar “sociedad”.

Pero este sujeto sabía de lo falso de esas premisas y nunca se dejó atrapar del todo por esas cadenas.

Con el tiempo -y mucha comprensión por ambas partes- lograron convertirse en unos expertos estrategas de la diplomacia aprendiendo a pactar sus mutuas decisiones, ya fueran serias o nimias, y siempre se aceptaba la fuerza de la lógica o lo más apropiado de la opinión del otro. En  el fondo, aún su peculiar soledad, fue un tipo muy feliz al que nunca le faltó su propia compañía; tampoco ese afecto mutuo tan personal y los innumerables y diferentes temas de conversación que le ayudaron a disfrutar de la riqueza existente en la discrepancia positiva, bien del uno, bien del otro.

Cierto es que en momentos excepcionales hubo necesidad de confinarle cuando sus diferencias con “el otro” llegaron al límite de lo tolerable hasta el punto de intentar lisiarse sus propios pómulos. Sin embargo, éstas fueron muy ocasionales y siempre recapitularon ambos de sus actitudes y sellaron la paz abrazándose a sí mismos ante el reflejo del primer espejo que se encontraran.

Cuando Ego falleció en aquel sanatorio de enfermos mentales, ya cumplidos los cien años, aún se cuenta por sus enfermeros que antes de morir tuvo unos largos minutos de ardorosa discusión con su “otro yo”, hasta que por fin logró convencerle para que no le acompañara en aquel viaje sin retorno y asegurar de esta manera –según sus creencias- la continuación de su existencia terrenal.

Sin embargo, esta decisión fue un lamentable error.

Sobre todo para Alter Ego.

Desde entonces, algunos han creído ver en ese manicomio a un solitario fantasma rondando noche tras noche en el camposanto y arrodillarse ante su tumba para rogarle que le dé conversación; y, ante su inmutable silencio, mirar con nostalgia las estrellas y pedir al cielo su vuelta, llorar lastimeramente su ausencia y contar uno a uno los segundos que restan para que suceda por fin el imposible milagro de su resurrección…

Y volver a ser dos en uno.

Para siempre.


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