Roderico, el caballero de Alto Arcadia

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Érase una vez, en el lejano reino de Alto Arcadia, un joven noble llamado Roderico de los Cantos. Destinado por derecho de sangre a ocupar el puesto de consejero real, desde su privilegiada posición Roderico pasaba los días suspirando por ganarse los favores de Nilda, la de los ojos prístinos, hija de un próspero comerciante local.

En los páramos del reino vivía por aquel entonces un solitario anciano de rasgos caprinos. La población recurría a Ducardo, tal era su nombre, en busca de preparados medicinales, amén de ser requerido para cuanto consejo era menester, demanda que cubría previo desorbitado pago de un cuarto de cobre. Ducardo además era notable orador y a él era asiduo Roderico pues disfrutaba enormemente con las historias de caballeros, duendes y magos desgranadas por el viejo al amor de la lumbre en las frías noches de invierno. Y resultó que como también él soñaba en secreto con la virtuosa Nilda, con palabras bien afiladas y no buenas intensiones sembró el horizonte de Roderico de promesas y esperanzas sólo al alcance del bendecido con el corazón del león y la fuerza del toro, armas indispensables éstas para dar muerte a fieros dragones escupefuego, recuperar reliquias de la verdadera religión o salvar de su desventura a la bella princesa de un exótico reino, ya estuviera encerrada en la más alta de las torres o adormecida por mano de su cruel madrastra.

Así fue como se fue Roderico en pos de la aventura. Nilda quedó bajo custodia de su enfurecido padre, quien veía el ascenso de la familia a la hermética clase noble truncado por la insensatez del muchacho. Con el primer y último beso la joven le prometió a Roderico su eterna fidelidad, aprovechando la espera para preparar el ajuar del futuro matrimonio.

 

Diez años duró el viaje de ida y de vuelta, y otros tantos las aventuras que en él se topó Roderico. Tras un primer lance victorioso con el guardián del puente sobre el río Ira y un no tan satisfactorio encontronazo con una pandilla de cuatreros, el joven se ganó en buena lid la posesión de la espada Silbante del usurpador Fabaceo, dio muerte a la bruja Mirrena en la Cueva de las Sirenas y conquistó para Nanoc, el salvaje, el reino de Carunar, todas ellas aventuras dignas de conocer y que este trovador cantará cuando los poderes superiores así lo designen.

 

Amaneció el día del retorno a casa. Nube alguna oscurecía el horizonte desplegado ante Roderico y los polluelos lanzaban sus chillidos hambrientos al cielo de un azul luminoso. Poco quedaba en el reino de lo recordado. Salvo el viejo castillo y alguna que otra edificación de recia estructura, veinte años de luchas territoriales, desastres naturales y periodos de bonanza habían trazado un mapa por completo desconocido para nuestro héroe. Siendo honestos, también quedaba poco del otrora muchacho imberbe y alocado en el hombre fibroso, de rostro curtido, que era Roderico ahora, el cuerpo surcado de múltiples cicatrices. La familia real conocida fue expulsada de las tierras tiempo ha y de su amada Nilda ninguna noticia halló el caballero. Ya desesperado, por boca de un lugareño supo de Ducardo. Su viejo conocido seguía donde entonces a pesar de hallarse cerca de la centena, viviendo de sus consejos, relatos y plantas medicinales, y hacia allí se encaminó nuestro héroe a uña de caballo.

 

–Saludos, Ducardo, viejo del páramo.

–Salud, mi señor, sea quien sea.

–¿Ya no te acuerdas de tu amigo Roderico de los Cantos?

–Nadie queda de la familia De los Cantos. Todos huyeron en pos del destronado y Roderico murió hace tiempo en tierras lejanas.

–No murió pues heme aquí.

–¡¿Roderico…?! ¡En buena hora, muchacho! Veo que la vida te ha tratado bien; vuelves renovado y purificado. Serás conocido por las generaciones futuras como El caballero de Alto Arcadia y las ninfas suspirarán por vos entre velos de gasa.

–Déjate de ninfas. Busco a Nilda. ¿Sabes dónde puedo hallarla?

–Oh, hace mucho que perdimos el amor de Nilda, la de los ojos marchitos.

–¿Qué quieres decir con «Perdimos»?

–Pues eso, mi señor, que yo también la cortejé y la perdí.

–¡Serás malnacido…!

–Compréndalo. Nilda era joven y vos se hallaba lejos, inmerso en aventuras insensatas.

–¡Fuiste tú quien me empujó a ellas!

–Difiero, excelencia. Yo sólo narro historias.

–Sabandija asquerosa…

–¡Pero no se apure! Nunca tuve oportunidad alguna con la virtuosa Nilda, aunque su padre no le hacía ascos a mi pequeña fortuna hecha a base de palabras y emplastos.

–¿Entonces qué ocurrió?

–Felicítese, mi señor, pues Nilda se mantuvo fiel a su amor… Al menos al principio. Para desesperación de su padre, la joven rechazaba a los más prometedores pretendientes con cada puntada dada a las sábanas que debían calentar vuestro sagrado lecho. Pero las arrugas llegaban y vos no lo hacía, y un buen día, con el ajuar amarilleando en el arcón nupcial, su recuerdo poco más que un aparecido ante el primer beso de la Aurora, huyó con cierto caballero procedente de tierras lejanas. ¿Capta la ironía?

–¡Ironía la que te voy a dibujar con la punta de la Silbante, gusano!

–No se enfade conmigo; la culpa es sólo de vuesa merced. Pero puede extraer de su experiencia la siguiente moraleja: ¿Para qué buscar grandezas en la lejanía cuando se tiene la felicidad al alcance de la mano?

»Por cierto, el consejo le costará un cuarto de cobre.

 

B.A.: 2023


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