Casada pero necesitada de macho - Parte 2

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Días más tarde, la confianza era tal que la mujer aceptó tomar una cerveza en el camarote de aquél.

—...así que tú... perdón, así que usté quería a alguien especial para compartir su vida y por eso tardó en casarse —completó él la conversación que ella había iniciado hacía unos minutos.

—Pues sí, se podría decir que estaba esperando a mi príncipe azul, como dicen —dijo Renata, y sonrió.

—¿Y lo encontró? —preguntó Otumbo con mirada inquisitiva.

Renata desvió la mirada, su expresión se desencajó, y no contestó.

—Ay, mira la hora. Ya es bien tarde —dijo ella por fin, dejando su cerveza sobre la mesilla que tenía al frente y comenzando a levantarse—. Es mejor que te deje descansar. Mañana tú inicias muy temprano tu jornada y yo...

Renata, habiendo dejado su faceta profesional afuera del camarote, y animada por la cerveza ingerida, se había desinhibido frente al trabajador hasta ese momento, sin embargo, ahora trataba de recuperar la compostura.

Otumbo, viendo que estaba por perder una valiosa oportunidad, se incorporó rápidamente y sujetó a la mujer de uno de sus brazos.

—Mire, la mera verda´, y con todo respeto, le juro que la primera vez que la vi creí que por fin había encontrado a la mujer con quien me iba a casar.

—¡¿Qué?! —dijo Renata, con sorpresa.

—Sí, de verda´ buena. Es cierto que creí que era una... bueno, uste’ me entiende, pero al verla así... tan bonita, tan fina... me dije a mí mismo, a esa mujer la saco de chambear y la hago mi esposa; le juro que así pensé.

Renata se quedó en silencio, y con los ojos muy abiertos y vidriosos.

Otumbo, aprovechando el estado de ella, no perdió ni un segundo más y...

—Mire... para que vea que es verda´ lo que me provoca —le dijo, a la vez que, sirviéndose de que aún la sujetaba firmemente, le llevó una de sus manos a la cremallera de su pantalón.

Renata así pudo sentir; aún sobre la tela del pantalón de Otumbo; la hombría de aquél. Era un bulto tosco, duro y grueso, que apenas daba muestra de lo que se guardaba debajo. No obstante, ¡era tremendo!

—Con todo respeto, la mera verda´ es que una mujer como usté es un sueño para mí... es lo máximo —le dijo él.

—¿En serio? —dijo Renata, evidentemente afectada por las palabras del hombre.

Es cierto que la cerveza ingerida por ella había hecho su efecto, sin embargo, a Renata también la impulsaban sus propias y naturales necesidades de mujer.

Si tan sólo su marido hubiese sido más proclive a percibir aquello. Su mujer lo necesitaba; no sólo como marido y padre para su hijo, sino también como hombre.

Si tan sólo lo hubiese notado. Pero ahora su mujer se tendía en el catre de otro dejándose llevar por el momento y sus propias necesidades.

—No se va usté’ a arrepentir, ando que me quemo por dentro y traigo unas ganas locas por hacerla... por hacerla la mujer más feliz del mundo —le dijo Otumbo, cuando ya ambos estaban echados sobre el catre y él se bajaba la ropa que le cubría de la cintura pa´ abajo.

Las mejillas de la dama lucían sonrojadas, exponiendo la intervención del alcohol en aquella situación, no obstante, Otumbo notaba que la hembra, de por sí, lo apetecía.

—¡En la madre! —gritó Renata, ya fuera y muy lejos de su rol profesional, al ver el descomunal tamaño de la mandarria que Otumbo se cargaba entre las piernas—. ¡No puede ser!

El mulato tenía una pinga negra; gruesa y venosa, como nunca Renata había contemplado en su vida.

—¿Le gusta lo que ve? —le preguntó aquél.

—¡Qué si me gusta! ¡Uy, y mira nada más cómo respinga! —contestó ella, etílicamente animada.

—Si respinga es sólo por usté.

—Así que por mí —le replicó Renata, en un tono guasón que no había mostrado hasta ese momento, al mismo tiempo que se adueñaba de la enorme pieza de carne por propia mano.

La Licenciada brindó caricias muy especiales al tolete. Fue así como comenzó a chaqueteársela, a la vez que ella podía sentir como su propia vagina se auto lubricaba, previendo, sin duda, lo que podría venir.

—Después de todo sí que tienes algo de “Bestia” —dijo Renata, con picardía—. Esto no le puede pertenecer a un hombre. Míralo, ¡está enorme! —y lo sopesó.

Otumbo sonrió; por primera vez su apodo le agradó.

—¿Quieres sentirla? —le preguntó.

—¿Qué quieres decir...? ¿Te refieres a metérmela? —preguntó Renata con cierta candidez infantil.

Otumbo, radiante, asintió.

—¡No...! ¡No, cómo crees...! Si acaso te la chupo, pero de eso nada. ¿Cómo crees que algo así me puede caber? ¡Imposible! —dijo tajante Renata.

—Pues órale, vas —dijo un ansioso trabajador, compañero de Otumbo, quien miraba por un orificio desde una de las paredes.

Aquél era uno de tres compañeros de Otumbo que habían estado espiando a la pareja, pues tenían la suerte de compartir camarote justo al lado de él. Al oír las voces de Otumbo y de la Licenciada, se mostraron muy atentos a lo que ocurría a tan sólo unos centímetros de ellos.

Gracias a la pequeña abertura en una de las mamparas pudieron estar, incluso, de mirones. Por turnos, se convirtieron en testigos de la exclusiva complacencia brindada por la Trabajadora social al humilde trabajador.

La Licenciada lamió y chupeteó la punta y todo el fuste de aquel morrocotudo toletón. Claro que no pudo introducírselo entero en su boca; aquello sería inhumano. No obstante, le dio placer al tendido moreno, quien no se quedó sin contribuir recíprocamente.

Otumbo introdujo sus gruesos dedos en la raja de la dama que ya chorreaba. Estos fueron los miembros pioneros en examinar tal gruta natural, y así se empaparon de los líquidos propios de ella. Aunque, por supuesto, él deseaba explorarla con su miembro máximo.

Era por ello que el hombre había aguantado, con notable esfuerzo, las ganas de venirse en aquellos labios que le habían mamado tan afanosamente la cabeza de su birote. Renata había lengüeteado y manipulado con tal ímpetu el sexo de Otumbo que, a otro hombre menos resistente, le hubiera exprimido hasta la última gota de su esencia masculina en poco tiempo.

De pronto, Otumbo tomó a su compañera de catre por debajo de sus muslos y la cargó con la mayor facilidad, y con toda la intención de sentarla en su mero pitote. Éste apuntaba al cielo, cabeceando, ansioso por ser huésped de aquel hermoso cuerpo curvilíneo.

—¡No no no! ¡Espérate, ¿qué me vas a hacer?! —gritó aquella quien, pese a la borrachera que se cargaba, aún guardaba la suficiente sensatez como para ser consciente de lo que aquella posible intromisión significaba.

En ese instante, al escuchar los gritos de la Licenciada, los otros dos trabajadores que no podían mirar lo que sucedía al otro lado de la mampara, se pelearon con el tercero para que éste los dejara ver. Ninguno se quería perder semejante escena.

Pero aquella disputa sólo les hizo perderse de lo que pasó después. Y al fin, cuando uno de ellos logró ver lo que ocurría, sólo vio esto:

 


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