Un espacio custodiado por incontables chupopteros. Quizás haya más centros repartidos por la ciudad, pero mientras pueda continuar sacando provisiones de ahí, no cambiaré de supermercado.
Pasamos el emblemático edificio en forma de falo gigante cuyas luces callan y llegamos a las puertas cortafuegos del almacén de víveres.
Permanecen cerradas y no se detecta movimiento alrededor. Suelen rondar por dentro, ya que saben lo que nos gusta la comida enlatada. Es su señuelo para conseguir víctimas desesperadas.
Miro a Jenn y le digo en voz baja que primero espere y después entre cuando dispare la alarma antiincendios con los aspersores de agua. Luego tendremos que salir corriendo con el mayor número de productos que podamos llevarnos en las mochilas.
He creado el caos en muchas otras ocasiones entre la marabunta de zetas que alberga aquel centro y de momento siempre les gano a la carrera.
Me coloco las gafas de visión nocturna, tomadas de un zeta abatido del ejército. Sin ellas estaría muerto. Retiro el candado que ata la cadena y la dejo suelta. Abro la puerta muy despacio. La tengo apañada para acceder desde fuera. Me cuelo en la boca del lobo y logro no llamar la atención. Está plagado de seres fétidos. Es nauseabundo caminar entre los muertos, por ello llevo un pañuelo a modo de mascarilla cuando salgo de compras.
Veo la escalera de ruedas y subo por ella, pero un zeta que deambula sin poder ver, parece que me huela. Mantengo el equilibrio a una cierta altura, quieto, esperando que se marche. No quiero que detecte el fuego del mechero.
Cuando por fin da media vuelta, arrimo la llama al detector de humos y tras un par de segundos, el agua comienza a regar todo lo que pilla debajo de los aspersores. El estruendo de la alarma de emergencias hace que se desorienten, choquen entre ellos y rujan como si los estuvieran matando. Ahora no pueden ver nada.
Es nuestro turno, disponemos de unos dos o tres minutos hasta que el sistema antiincendios se detenga. Guardo el mechero y bajo de un salto para tirar del brazo de Jenn y me ayude a recolectar todo lo pueda dentro de las mochilas.
Corremos por los pasillos de la mano, sorteando zetas, algunos nos tapan los destinos pero los quito de en medio a patadas y arrasamos con lo poco que queda de las conservas. El almacén está ya bajo mínimos. Jenn se adelanta y me señala la sección íntima de mujer. Pasaremos por allí y saldremos por patas después.
¡Un momento! ¿Cómo puede haber visto eso? ¡Si las gafas nocturnas solo las tengo yo! Mejor se lo pregunto luego.
Coje dos paquetes de compresas y tapones y al girarse levanta una pierna para patear el estómago de una zeta que venía directa a por mí por la espalda. Cae de espaldas llevándose a otro que intentaba levantarse.
El agua y las pertenencias acumuladas de los zetas conforman un terreno resbaladizo, donde la mayoría de las sanguijuelas luchan por mantenerse en pie, sin conseguirlo. Ahora debemos salir sin caer. Queda poco tiempo y estamos empapados. Los segundos de la cuenta atrás suenan dentro de mí cabeza. Con las mochilas a la espalda y apretando los dientes vemos las puertas de la salida. La lluvia y la alarma cesan.
Brincamos pisoteando cuerpos putrefactos que reptan por el fangoso suelo hasta alcanzarlas y cruzarlas. Respiramos afanosamente al bloquearlas con la cadena. Cierro el candado justo antes de que algún bicho al otro lado las embista. El estruendo nos espanta y echa hacia atrás, de culo, pero nos levantamos inmediatamente y nos ponemos a correr en dirección al parque, como almas que lleva el diablo, sin hacer demasiado ruido, y rogando que no nos encontremos a ningún zeta sonámbulo en el trayecto.
Salimos de campo abierto y al llegar a las desérticas calles aminoramos el paso, vigilando cada movimiento. Jenn va oteando la luna de vez en cuando y creo ver una sombra lejana y nocturna. Ella me sonríe.
Doblamos una esquina y la resplandeciente hoja de un largo cuchillo aparece frente a mis ojos. Alguien fuerte me abraza del cuello, tira de mí y me da una orden. Su socio copia la acción con mi compañera.
- ¡Las mochilas! - susurra intimidando - Dámelas y no os pasará nada.
El arma afilada apunta a mi ojo.
¡Mierda! ¡Sólo faltaban ahora los carroñeros!
Miro de reojo a Jenn y veo su cara de preocupación, aunque luego me regala un guiño.
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