Fue justo en mi cumpleaños de quince cuando me volví loca y empecé a ver circulitos en el aire.
Loca de atar: se me volaron los patos, se me fundieron los plomos, se me fue la pinza, se me pegaron los caramelos en el frasco.
No todo fue por mi culpa.
Papá me regaló un móvil. El tío Markos, para no ser menos, se descolgó con un smartphone. Esto le cayó fatal a la yaya, que me trajo una tablet. Mamá, para evitar tanta competencia intrafamiliar, me regaló un portátil, que le salió un ojo de la cara. Mi madrina, siempre generosa, envió un camión con un ordenador Cray envuelto en plástico de burbujas. El yayo Alberto contraatacó con otro parecido, pero con enlace satelital (el satélite también era a estrenar).
El tío Markos replicó con un submarino nuclear. Papá se puso furioso; así me encontré un transatlántico al lado de mi cama. La yaya se tiró de los pelos: un portaaviones y una fragata misilística, que para eso es la matriarca. Mamá, para chinchar a su suegra, llegó con un Antónov An-225 Mriya, listo para despegar. Ahí fue cuando mi madrina trajo un Airbus A350, con toda la tripulación.
Hecatombe, el yayo Alberto y papá formaron una UTE y le compraron un cohete Starship a Elon Musk. Tío Markos se alió con la yaya, y me regalaron la isla de Mykonos, con un castillo de ciento veinte habitaciones, aeródromo privado y puerto de aguas profundas. Mamá me dio un sobre con las escrituras de Australia y Nueva Zelanda.
Cuando papá me trajo el sultanato de Bahrein envuelto en papel de regalo, dije basta.
En realidad dije ¡BASTAAAAARRRGG! (Se me escaparon unas gotitas de saliva).
Al final todos se olvidaron de lo que me hacía ilusión: un reloj despertador de Mikey.
¿Cómo no iba a volverme loca y ver circulitos en el aire?
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