Acaba de descubrirme su cometido, después de desvelar el mío. Aún así no sé qué hacer, paralizado ante aquel notición. Pero Jenn se encarga de calmar mi desasosiego, cercana, cariñosa y cálida, me abraza dulcemente. Me mira desde abajo, desde sus entrañas, esperando encontrar un aliado.
- Gracias - le susurro complaciente.
Ella niega con la cabeza y con expresión de niña traviesa se separa levemente. Me habla con gestos de sus manos. Se señala, "yo", me señala, "a ti", forma un corazón con los dedos, "quiero", junta ambas manos con las palmas hacia arriba, "darte", forma una plegaria con ellas y baja la frente hasta tocarlas, "las gracias", levanta la frente y me deslumbra con su misterio cuando finalmente señala el colchón que está esperándonos en el rincón, "ahí".
Me echo una mano a la cara intentando tapar mi rubor. ¡Joder con la mudita! Tampoco tiene pelos en la lengua.
- ¡Pero si no me acuerdo ya! - me quejo queriendo disimular mi sorpresa.
Rie en silencio sacudiendo los hombros suavemente y entornando los párpados, pero no se corta y apaga la linterna dejándonos a oscuras, bueno casi a oscuras, puesto que poco a poco la luz de la luna que penetra por la claraboya nos permite encontrar nuestras siluetas.
Coge mi mano con fuerza y, como la resaca de un bravo mar, me lleva hasta el borde del mullido sándwich de muelles. Coloca su mano fría y menuda en mi nuca para acercar mis labios a su boca. Me está poniendo tierno. Yo no sé si verdaderamente la quiero besar, lo intuye y toma la iniciativa para iniciar el deshielo. Sus labios me atrapan sin piedad, es apasionada y genuina. Huele a deseo, aunque no recuerdo si el deseo tenía aroma asociado.
Se cuelga de mi cuello con ambos brazos. Creo que quiere escalar y la ayudo con mis manos a cogerla en vilo, sujetando su trasero, mientras sus piernas se atan a mis caderas. Noto su feminidad traspasar los límites de mi piel, que se acalora con sus actos. Bailamos, quizás medio chiflados, quizás para sentirnos vivos, celebrando el que nos hayamos conocido, liberando hormonas recluidas, tensiones acumuladas, despertando nuestras fantasías.
Nos apretamos, en un acto de íntima humanidad, queriendo fundir nuestros labios con el fuego que nos empieza a abrasar por dentro, y me arrodillo sobre el colchón, doblegado a su voluntad. Los besos hablan de nosotros, cuentan cuanto nos necesitamos, lejos de miradas indiscretas, llevándonos lejos de éste mundo en el que no encajamos. Por primera vez no me siento solo en mucho tiempo. Sus labios son una locura, y a pesar de su edad tiene una templanza digna de una princesa. Tal vez lo sea.
Se pone en pie delante de mi y me obliga a levantar los brazos para desprenderme de la camiseta. Ella se quita la suya, luego se ocupa de mi pantalón, el suyo y el resto de la ropa intima, dejando en penumbras su apetitoso universo y mi excitada bravura.
Su respiración aumenta y el brillo en sus selváticos ojos ilumina el camino de nuestra desmesurada pasión. La hermosa ninfa que apareció mil veces en mis antiguos sueños, hela frente a mí, suscitando mis favores. Me sugiere que me recueste con mimo. Tiene hambre aunque es prudente en hacérmelo entender. Agarra mi vástago inflamado y lo enfunda sin miramientos en su húmeda boca.
Un escalofrío me atraviesa el vientre al comprobar que sus labios succionan todo lo que atrapan y que se me lleva la vida sin reparar en el dispendio de fluidos.
Alucino. Veo un jardín de estrellas adornando el techo, no, es la constelación de Andromeda. Sus labios son un cincel que esculpen valientes mi íntima epidermis, la veneran, le transmiten el placer que su ama desea entregarme.
Su cabeza asciende y desciende con glotonería, recorriendo, casi mordiendo su presa. Su mano menuda pero hábil la sujeta por la base y acompaña la tortura. Respira y la sacude en toda su longitud, mientras coge aire me observa sigilosa, relamiéndose. Vuelve a la carga. Se llena la boca de carne y me roba un gemido, dos cuando repite. Me está entrando fiebre.
Se alza de repente sobre sus rodillas y gatea hasta colocarse sobre mí. Acaricia sus tersas y coronadas redondeces, separa bien los muslos y aproxima su sexo semi-rasurado a mi cara. No he cenado, así que bien me apetece probar lo que me ofrece, que hace mucho que no sé a que sabe. Mientras ahí abajo, mi apéndice abandonado cabecea y palpita, reclamando las humedas caricias.
Su sexo se acopla a mi boca y tomo sus labios. Hundo mi lengua en su mojado elemento, expira. Es deliciosa, no recuerdo haber probado nada igual. Se aprieta contra mí y rodeo su cintura curvilínea con mis brazos. Quiero devolverle lo que antes me ha dado. Saco mi apéndice a pasear por su cálida frescura. Tomo posesión de su tesoro, palpo cada pliegue, cada voluptuosidad, adorando su forma, dibujando espirales con cariño. El fuego crece en su interior, se mece sobre mí como el inmenso azul, agarrando con una mano mis cabellos para que no me separe ni un mísero segundo, su otra mano excita las puntas atrevidas de su feminidad.
Cabalga cargada de sensualidad sentada en mi boca y me sacia, sacia toda esa tempestuosa nostalgia que significa el no tener a alguien a tu lado para compartir momentos placenteros.
Luego se retira y se desliza poco a poco hacia abajo, buscando mi miembro que llora su nueva dueña. Envaina con la ayuda de su mano aquel desnudo mástil embravecido y con la magia que siempre la acompaña, lo hace desaparecer. Se apiya en mi tórax. Sus cabellos ondean con el cuerpo revolucionado, saltando, suspirando, obligándome a gemir inesperadamente con cada arremetida de sus caderas. Salvaje y desbocada, anclo mis manos a sus pecadores pechos.
Empieza a gemir. Me lo está dando, su gozo llega, en un despropósito indecente, animal, pero humano y egoístamente íntimo, me pertenece en ese instante. La amazona aminora su locura y se desploma sobre mí, todavía unida por el pecado. Arde.
Recupera el aliento. Suda. Me tiene a reventar. Se eleva sobre sus cenizas y me sonríe. Creo que se lo ha pasado bien. Me guiña un ojo y extrae el miembro de su alojamiento. Lentamente desciende otra vez para terminar lo que empezó. Me va a matar, es el fin de mis plegarias.
Te lo digo pero no me escuchas. Es demasiado tarde, ahora te pertenezco Jenn.
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