CRÍMENES EN BLANCO Y NEGRO (1 de 3)
Por Federico Rivolta
Enviado el 21/04/2023, clasificado en Intriga / suspense
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Pronto dejarás de temer a los payasos.
.
«Por favor, envíame un audio ¿Sí?», escribió Karina.
Se habían conocido hacía dos semanas, chateaban durante horas y ella quería conocerlo mejor. Un audio habría sido lindo, ella conocería su voz, además habría sido una prueba de que él no estaba conversando mientras su esposa dormía a su lado. Transcurrieron unos segundos y él seguía en sin responder.
«¿Y una foto?» escribió ella, «Quiero saber cómo eres».
La joven dejó de respirar mientras fijaba la vista inmóvil en la pantalla. Los puntos suspensivos le indicaban que el nuevo amor de su vida estaba respondiendo a su pedido:
«En lugar de enviarte un audio o una foto, te propongo lo siguiente: encontrémonos esta noche».
Aquella invitación fue el mejor mensaje que pudo recibir, fue una verdadera prueba de interés; o al menos eso fue lo que Karina creyó en ese momento. La joven asistió esa noche al lugar y hora acordados sin dudarlo, y su cadáver amaneció en un callejón. La policía analizó en forma minuciosa la habitación de la muchacha asesinada. El detective Francisco Romero fue asignado para hacerse cargo de la investigación. Habló unas palabras con los padres de la joven y luego ingresó a la alcoba a dar indicaciones a sus hombres; no quería perder detalle.
Todos los muebles y adornos de Karina eran en colores negro y rosado, era un ataque directo a las retinas de Romero. Miró los posters uno por uno; intentó leer el nombre que aparecía en uno en el que aparecía una banda musical noruega. Movió los labios pero no logró pronunciar nada que se asemejara al modo en que lo diría Karina. Vio otra lámina, una de una banda musical japonesa, y esa vez ni siquiera intentó pronunciar el nombre.
El detective estaba abrumado por los fuertes tonos de la habitación y, para enfocarse en el caso, hizo una pausa en la que encendió un cigarrillo y miró por la ventana. Al recordar el motivo de la visita se hundió en la depresión que le causaban los crímenes como aquel. Apoyó su mano con fuerza en su rostro y la subió por su frente, estirando su arrugado ceño hacia arriba, llegando así hasta sus canos cabellos.
De pronto Romero abandonó la alcoba de Karina. Se dirigió al pasillo, fue casi corriendo mientras apoyaba sus manos en las paredes y alfombraba el suelo de portarretratos de Karina y su familia. Al llegar al baño se encerró de un portazo y enseguida vomitó en el lavamanos. Tal vez su malestar fue a causa del asesinato. Tal vez fue a causa de los fuertes tonos de la habitación de la joven. Tal vez fueron los años de adicción al alcohol, al tabaco y a las pastillas que compraba sin receta médica. O tal vez fue porque el mundo ya no es lugar para un hombre bueno.
El detective salió del baño con el rostro y el cabello empapados en agua y sudor. Zurita, un joven oficial que lo había seguido, se mostró preocupado:
–¿Se encuentra usted bien?
–Mejor que nunca –dijo Romero– ¿Alguna pista?
El joven Zurita negó con la cabeza mientras apretaba los labios.
La pesquisa siguió por horas pero no se obtuvieron pruebas. La policía tampoco obtuvo información útil de los familiares y amigos de la víctima. Lo único que habían logrado hasta ese momento era una nueva fotografía para agregar al expediente de crímenes sin resolver de un supuesto mismo asesino. Así, la fotografía de Karina se unió a la de las otras cinco muchachas que también habían sido encontradas asfixiadas en un callejón, sosteniendo una rosa teñida de negro.
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Desde que Judith tuvo uso de razón, su padre se comunicó con ella de dos maneras: con gestos y con gritos. Sucede que el hombre era mimo, pero también era un ebrio golpeador. Brindaba espectáculos de mímica en plazas y en pequeños bares para luego gastar en bebida los míseros billetes que ganaba. Al regresar a su casa no hacía otra cosa que sentarse en su sillón a ver televisión hasta que se quedaba dormido. La cantidad de minutos que le tomaba ponerse a roncar dependía de cuánto alcohol había ingerido aquella noche.
«¡Deja de quejarte, niña!, ¡así nunca serás una buena mimo!»
La pequeña Judith lo oyó gritar esa frase una y otra vez mientras la obligaba a practicar los rutinarios movimientos. La mímica no era lo suyo, pero él se negaba a aceptarlo.
Un día el hombre cerró las puertas de su hogar sin dejar salir a su hija, ni siquiera para que fuese a la escuela; estaba decidido a convertirla en una gran artista de la mímica. La hizo practicar las rutinas una y otra vez durante semanas, indicándole con un bastón la posición correcta de la cabeza, los brazos y las piernas. Al principio le marcaba la posición con el bastón, pero pronto comenzó a golpearla con él para que ella corrigiera su postura. Un día la niña comenzó a hacerle caso sin siquiera quejarse, había encontrado al fin el modo de quebrar la voluntad de la pequeña.
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Aquella noche el mimo salió al escenario a intentar entretener a los pocos clientes que bebían en ese infecto tugurio. Luego de la rutina hizo ademanes para que Judith lo acompañara. Todos los ojos se enfocaron en la niña desde el instante en el que se dio a conocer en el escenario.
El hombre estaba orgulloso, su hija se había convertido en una gran artista; a todos les resultó imposible quitar la vista de la pequeña mimo de labios cocidos.
...
continúa en la segunda parte
www.cortorelatos.com/relato/45972/crimenes-en-blanco-y-negro-2-de-3/
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