Sentado está (o quizás lo aparenta) en el banco de piedra, en mitad de la plaza del pueblo, cerca del pilón, apoyando sus gastadas manos sobre el curvo cayado de su amigo el bastón, ése que antaño tanto le ayudara en los campos con las reses mansas, y a veces las bravas cuando necesidad tuvo de huir de sus astas.
Es domingo de Ramos y todo es bullicio en esa dimensión; la chiquillería grita y estorba -como era de esperar- y el resto de sus gentes simulan dialogar razonablemente. Se miran y mezclan sus charlas con risas y muecas de sorpresa sin saber por qué. Observa extrañado lo distante de ese cuadro humano, ya tan vacío y estéril; pero lo perdona porque ahora sabe que aún desconocen lo súbito, corto y mezquino en que troca el tiempo desde que nacemos. («Es bueno que gocemos del minuto escaso que se nos concede… Los hombres merecen un poco de tiempo para festejar, aunque sea absurdo…» -se dice, aunque no se escucha).
Allí, en el núm. 5 de la calle Alfaro, tras el Consistorio, ha acabado el duelo apenas comenzado. Ya todo da igual. Cuatro porteadores salen con un bulto del vulgar chamizo; van al cementerio y nadie ha notado la presencia de aquel ataúd vestido de pobre. Se ha muerto Eleuterio, el viejo pastor, sin familia ni nada ni nadie por quien recordar.
«Ha llegado el momento…», -se dice Eleuterio… No ha sido larga la espera; levanta su asiento del banco de piedra y sigue sin prisas ni piernas que mover la mortuoria estela; y, con un «Sí, de acuerdo….», obedece en obligado silencio la voz de la Muerte cuando le secuestra por siempre del mundo real.
Una vista atrás y ya nada está… Ha sido un segundo…
Un segundo escaso no da para más.
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