De cacería I

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—Hasta acá llegamos —dijo Néstor y apagó el motor de la camioneta: una Ford Ranger destartalada, de guardabarros carcomidos por el óxido—. Ahora hay que caminar hasta el cañadón.

La tarde ya se oscurecía en un gris difuso.

Los primeros en bajar fueron los mellizos Soldati. Manoseaban sus Greener .375 de doble cañón, capaces de tumbar un rinoceronte. Lucían sonrisas forzadas.

Revisé el Winchester que me habían prestado.

Hasta los perros de Arizmendi habían enmudecido: dos mestizos enormes, de hocicos largos y cruzados de cicatrices. Al saltar desde la caja de la Ranger, se quedaron uno bien junto al otro, estremeciendo la piel del lomo y con la cola entre las patas. Miraban a su alrededor y chasqueaban las mandíbulas, tirando dentelladas a algo que no podían ver.

La niebla amortiguaba los sonidos en un silencio algodonoso.

—Moro, Chungo, tranquilos —Arizmendi desenredaba las traíllas y rascaba los cogotes erizados—. Shhh, no pasa nada.

—Es para allá —dijo Néstor, señalando un punto donde la niebla se volvía más cerrada—. Hay que apurarse, en una hora sale la luna. ¿Ya comprobaron las armas? ¿Vos, Teodoro?

Dije que sí.

Me ubicaron entre Arizmendi y uno de los Soldati; y avanzamos en abanico.

—No se separen demasiado —Néstor daba las indicaciones con voz tajante—. No se alejen mucho de sus compañeros.

El terreno rezumaba y, cada vez que levantaba un pie del barro, había un sonido de succión. Al adentrarnos en el bajío, las cortaderas surgían de la nada como formas que se alzaran de golpe.

Arizmendi, tironeaba de las correas.

—¿Qué les pasa a esos perros? —dije.

—Lo huelen —dijo, y se palpó la nariz, que yo sabía bulbosa, cruzada de venillas azules—. Parece un rastro bastante fresco, de ayer. ¿Usted no siente el olor?

—No sé qué tengo que oler —dije.

—¡Mi madre! ¿Es su primer lobisón, no?

—Sí —dije—. Pero ya he cazado pumas y jabalíes.

—¡Como si esto fuera lo mismo! —dijo Arizmendi—. Huela, hombre. Huélalo antes de que él lo huela usted.

Aspiré hondo en el aire húmedo. Percibí una fetidez dulzona, de carroña, de animal muerto. Fruncí la boca.

—Carne podrida —dije.

Arizmendi asintió.

—Ese es el olor del lobisón.

—Ya lo sé —dije, y se me aflautó la voz—. Tampoco soy un idiota.

—¿Tiene a mano su antorcha de azufre?

Se la mostré.

—Bueno, si escucha ruidos sospechosos y no ve nada, préndala y sosténgala firme. No se olvide que si el lobisón lo araña o lo muerde, lo habrá infectado.

—Le contagia la licantropía —dije como si repitiera una lección.

—Se la contagia —dijo—. Es preferible la muerte.

—Callate, Arizmendi —la voz de Néstor me llegó desde algún punto a mi derecha—. Mejor cuidá a esos animales, no sea cosa que te los despanzurren en un dos por tres.

Arizmendi refunfuñó que él sabía cuidar muy bien de sus perros y que nadie le había avisado de que yo era un novato.

Decidí ignorarlo.

Sin embargo, Arizmendi debía necesitar un interlocutor para descargar sus nervios.

—Escuche, Teodoro —insistió—: el lobisón va a cruzar por la hondonada. Hace tiempo que lo venimos rastreando. Es joven y muy fuerte, ¿me entiende? Muy fuerte. Así que no se distraiga, él es capaz de dar saltos de ocho o diez metros y correr como un caballo.

—Todo eso ya me lo anticipó Néstor —protesté— ¿Qué le hace pensar que ese lobisón tan tremebundo va a venir por acá?

Arizmendi meneó la cabeza.

—Cuando es lobisón no tiene más inteligencia que un animal. Instinto, eso es lo que tiene, y más aguzado que el de cualquier puma de esos que usted dice haber cazado. En su fase humana es inteligente pero débil, tan débil como cualquiera de nosotros.

—Ya escuché esa cantinela —dije—. Y no me contestó: ¿por qué está tan seguro de que vendrá por esta hondonada?

—Porque lo cebamos, por eso lo sé. Lo alimentamos con corderos y con alguna vaca vieja. Y le marcamos una senda encendiendo azufre a los costados.

Oí un silbido largo y me paralicé.

—Vino de allá —susurró Arizmendi—. Por donde andaba Francisco, uno de los dos Soldati. Debe haber encontrado algo.

Néstor nos llamó con un chistido, y convergimos sobre un punto de la hondonada.

—Miren —dijo el mellizo, que apareció en medio de la niebla como un fantasma—. Miren acá.

Un claro momentáneo en la bruma me dejó ver el pajonal aplastado, con manchas negruzcas y salpicaduras coaguladas. Tropecé con algo: un hueso roído a medias. Más allá, una cabeza de novillo partida a lo largo y sin la lengua, pedazos de carne desgarrados.

 

El hedor del lobisón me ahogaba; el estómago se me contrajo y apreté los dientes.

—Parece que con lo que le dieron no le alcanza —dijo el Soldati que nos había llamado. Y su hermano asintió.

—Necesita matar —dijo.

—Necesita matar —dijo el otro.

—Ya salió la luna —Néstor señalaba hacia el este.

Todavía era un resplandor amarillento, una forma insinuada en la bruma opaca, que se había vuelto a cerrar.

Los perros olisquearon el lugar de la matanza. De nuevo Arizmendi tuvo que calmarlos con caricias y palabras.

—A partir de ahora, mucho cuidado —dijo. Miraba en torno—. Va a venir en cualquier momento.

Los perros luchaban por adelantarse en la oscuridad. Arañaban el terreno y se colgaban de las correas, la lengua afuera y los músculos como alambres. ¿Cuánto tiempo más podría sofrenarlos Arizmendi?

—Separémonos de nuevo —dijo Néstor—. Avancemos un poco más.

—Si viene de allá—dije apuntando a lo más cerrado de la hondonada—, vamos a quedar entre el lobisón y los restos del novillo.

Néstor dijo que sí. Mientras, metía una bala en la recámara de su FAL. Que entre medio del lobisón y del novillo íbamos a quedar, dijo. Y soltó la corredera.

Nos internamos un centenar de pasos. El agua me llegaba a los tobillos, helándome los pies. Los pastos duros me arañaban las piernas.

Ahora, Arizmendi y sus perros eran sombras en medio de la niebla. El Soldati a mi izquierda parecía un espectro que avanzaba agazapado. Hizo señas de que nos detuviéramos.

Miré a mi derecha y ya no vi a Arizmendi. Susurré su nombre y el de los perros, sin respuesta. El Soldati seguía gesticulando y entendí que quería que me acuclillara.

Me agaché en medio de una gran mata de paja brava.

Una masa oscura pasó frente a mis ojos, rozándome la cara. Salté hacia atrás y caí de espaldas en el agua, antes de reconocer las formas de una lechuza.

Todavía con el corazón sobresaltado, tuve que tantear hasta que toqué la culata embarrada del Winchester. Me pregunté si todavía funcionaría y si sería efectivo.

En ese momento imaginé a los antiguos cazadores de lobisones con sus balas de plata, y sus caras de sorpresa al ver cómo los proyectiles se aplastaban contra el cuero de la bestia. Habrían pagado bien caro por sus supersticiones.

CONTINÚA...


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