Apenas darle las espaldas me sobresaltó el estampido.
Un jugo oscuro y nauseabundo me salpicó. El cuerpo de Arizmendi, sin media cabeza, continuó erguido por unos instantes como sostenido por hilos. Y se derrumbó a mi lado.
—¡Mierda! —dijo Néstor—. Casi se me escapa. Si no llego a verle el brazo herido...
—Sí —dije—. Menos mal que lo reventaste. Yo no me había dado cuenta de lo que era.
—¿Querés que te acompañe hasta la camioneta?
—No —le dije. Di unos pasos y me dejé caer sobre una mata de yuyos medio pisoteada—. Los espero acá. Igual ya me siento mejor.
Mientras Néstor se alejaba observé que dos o tres cerdas pardas, similares a las que había visto en Arizmendi, se asomaban entre los trapos ensangrentados que me vendaban la pierna.
—¡Ya me siento mejor! —le grité.
Néstor se dio la vuelta y me miró. Lo saludé con la mano. Después se encogió de hombros y continuó su camino hacia donde lo esperaba el mellizo Soldati.
—¡Mucho mejor! —volví a gritarle.
Y era la más pura verdad.
Marcelo Choren
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