El buró (Parte 2)

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...Había leído en la prensa local que en el futuro esa estación sería un punto de confluencia en el tránsito europeo de mercancías, especialmente desde Alemania, aumentando con ello las posibilidades de exportación, siempre necesario para Francia; aunque también los trenes de pasajeros brindarían a muchas gentes soñadoras como él la oportunidad de conocer más horizontes que los de la antigua Galia...

***

Esa lectura le había despertado un nuevo sueño. Algún día cumpliría esa inquietud y llegaría a escribir una buena novela de viajantes y desconocidos paisajes. Sí, decididamente, el tema le gustaba. Pero, por el momento, se conformaría con observar lo que tenía más a mano…

Así se consoló y siguió su camino.

Para su desgracia…

Como el que no quiere la cosa, y por no medir sus pasos, quiso la mala fortuna que, casi sin quererlo, pisara un recuerdo que algún zigzagueante amigo del dios Baco había dejado en el adoquinado la noche anterior. Resbaló de tal suerte que su larga figura no tuvo más remedio que saludar violentamente el nivel del mismo suelo, pero evitando -¡gracias a Dios!- embadurnarse con el repelente y pegajoso líquido que adornaba la acera. Visiblemente enojado se levantó injuriando al malnacido que dejara el recadito y trató de limpiar a manotazos sus únicos (pero relucientes, por la pátina de grasa cobijada en el tejido con el paso del tiempo) pantalones de las suciedades que se le hubieran adherido.

-¡Maldito bastardo! ¡Cerdo del infierno!… -exclamó, sin querer pararse a razonar que aquella mala suerte había sido el precio que a veces se paga por intentar ir por el mundo con la cabeza demasiado alta.

Pero los males no vienen solos, cosa que el destino le daría más adelante como algo inexorable.

Al menos para él…

Bueno; pues lo cierto es que, alzando la vista de nuevo, quedó petrificado.

-¡Qué hermosura de escritorio! -acertó a exclamar, quedándose embobado.

La tienda que tenía ante sí dejaba ver en su interior todo lo que una clásica almoneda podía ofrecer a aquellos locos encariñados con la grandeza de los muebles antiguos: cachivaches de todas clases, vestidos de fiesta pasados de moda, lámparas de aceite de ballena, velones, peces disecados oliendo a formol rancio, varias sillas carcomidas por las chinches y otros muebles… Todo un etcétera de viejos enseres y curiosidades varias.

Pero algo especial, muy especial, sobresalía entre todas aquellas cosas desechadas algún día por sus dueños: un buró…

Bueno…, para ser más exactos: “aquel buró”.

-¡Es único…! -se dijo, entusiasmado-. Un escritorio precioso, finamente tallado en madera noble (caoba, o cerezo, posiblemente) artísticamente lacada, de un color caramelo que incitaba al encanto de la escritura.

-¡Es una maravilla!… -no pudo evitar gritar voz en alto en plena calle.

Se acercó algo más para observar con detenimiento los delicados adornos que representaban las incrustaciones marfileñas que enfatizaban el lujo de sus líneas y se atrevió a tocarlas como se acaricia a una mujer hermosa por miedo a romperla. Puso especial atención en sus compartimentos, unas gavetas que guardarían los utensilios de escritor donde celar después bajo llave las historias más logradas, los sueños más quiméricos, las ideas más extravagantes, los proyectos más inimaginables… Y, por último, el tablero de escritura, en piel de la mejor calidad.  Jamás había visto una joya tan refinada. Sus ribetes dorados estaban labrados con unos arabescos de entrelazadas figuras geométricas donde se notaba que el artista, dueño de esa descomunal obra (posiblemente inglés, o quizás francés), no se había recatado lo más mínimo con el carísimo pan de oro.

Escribir sobre aquella “delicatessen” tenía que ser el sueño dorado de todo intelectual. Sentir frente a él el nacimiento de las palabras sobre el papel y escuchar la caricia de la plumilla sabiéndose deslizar sobre la verde piel se le antojaba alucinante, obscenamente voluptuoso.

-¡Menuda maravilla! -volvió a gritar.

-¿Le gusta, señor?… Se lo dejo a buen precio… -oyó a su espalda, pillándole de improviso con sus ojos pegados a la cristalera.

El anticuario lo miraba fijamente por encima de unas gruesas gafas.

Su aspecto era afable, de unos setenta años; pelo canoso, bajito, enjuto y bien encarado, con mirada de lupa escrutadora. Quizás, para su gusto, algo desaseado en lo personal por la descuidada barba y el grueso bigote grisáceo que le confería el aspecto de un pequeño guerrero galo, pero que le hacía un juego perfecto con la cachimba de la que humeaba un embriagador tabaco de mezcla holandés.

Vestía un pantalón de peto y una camisa a cuadros azules que acentuaban ese aire un tanto estrafalario.

-¡Oh!… Lo siento, señor. Perdone, pero no he podido contenerme. Este buró es una verdadera preciosidad; sin embargo,  me es imposible comprárselo…

-…Verá -continuó balbuceante- … Soy escritor y mi fortuna es…, es…, ya sabe… ¿me comprende?… -continuó algo avergonzado.

-… Pero -terminó diciendo, dejando una puerta abierta al diálogo-, le confieso que daría cualquier cosa para que esta maravilla adornara el humilde salón de mi apartamento.

El regateo siempre fue algo superior a él; pero esta vez era plenamente consciente de que tal belleza no estaría jamás a su alcance, ni mucho menos.

-¿Para quién está hecho un secreter si no para un intelectual…? Un buen escritor es precisamente lo que está pidiendo este noble mueble, y no un estibador del puerto, digo yo, amigo mío… -le contestó, soltando el viejo unas risitas enigmáticas.

-Insisto; si le gusta, se lo dejo a buen precio… -continuó, arrastrando esta vez entre sus labios y la cachimba sus tres últimas palabras.

A Jean-Jacques le picó la curiosidad; era evidente que jamás podría adquirirlo, pero aquel pícaro e inteligente viejo había conseguido engatusarle en extremo.

-¿Cuánto quiere por él? -se atrevió, por fin-. Es sólo por saberlo; quizás conozca a algún camarada que pueda quedárselo. Yo… ya le he dicho que no puedo comprarlo…

-…Y yo no quiero vendérselo, mi joven escritor, ni a usted ni a ninguno de sus desconocidos amigos -le contradijo.

-¿Cómo…? ¿Me está tomando el pelo…? -se encabritó al sentirse bromeado.

-No señor, en absoluto… ¡Se lo arriendo! Este bello secreter jamás estará en venta. ¡Ni para usted ni para nadie…! -le dijo, también alzando la voz malhumorado por el desaire.

-Perdone; ¿ha dicho que me lo arrienda? ¿He… oído bien? -preguntó con aire más contenido, pensando que aquél viejo anticuario estaba realmente loco.

-Ha oído usted muy  bien y no se lo voy a repetir de nuevo. Medio franco de plata al mes, y esta es mi última palabra. ¿Le interesa o no, joven…?

Jean-Jacques no se lo pensó dos veces.

(Continúa...)


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