El buró (Parte 3)

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...-Ha oído usted muy  bien y no se lo voy a repetir de nuevo. Medio franco de plata al mes, y esta es mi última palabra. ¿Le interesa o no, joven…?

Jean-Jacques no se lo pensó dos veces...

***

-III-

La emoción que sentía era incomparable con cualquier otro sentimiento. Aún no se lo podía creer,  iba a disfrutar de aquella maravilla durante al menos… ¡dos meses! Su esmirriada bolsa había quedado tocada de muerte, pero merecía la pena, era una inversión muy valiosa. Estaba seguro de que podría obtener con sus publicaciones tres francos más durante el mes siguiente y guardarlos para después prorrogar el plazo del contrato otros dos meses más, y así indefinidamente mientras pudiera.

Tembló -no obstante- cuando cayó en la cuenta de que el diario local al que mandaba sus relatos jamás pagaba religiosamente.

“Monsieur Enri Dupré” -así se hizo llamar el anciano- había sido en extremo exigente a la hora de firmar el documento: por ejemplar triplicado y redactado con unas cláusulas draconianas para el caso de desperfectos, roturas o desaparición del mueble, y  bla, bla, bla…, un montón de términos jurídicos sobre la posesión y el derecho de propiedad que a duras penas logró entender.

El viejo le dijo que venía de familia leguleya y que su dilatada experiencia de comerciante le dictaba que “…las palabras se las lleva el viento…”, y que “… sólo el papel bien amarrado puede soportar tanto la euforia de los más violentos tifones como los cínicos argumentos del más recalcitrante e incumplidor contratante”, según sus propias expresiones.

“Amigo… -le enfatizó-, en los negocios no hay amigos, ni familia ni padrinos…”, y a fuer de ser sincero tuvo que reconocer que el aserto del vejete era tan cierto como real.

Hizo especial hincapié en asegurarse de que, en caso de su fallecimiento, quedaba facultado “sin más trámites, para retirar del domicilio, de forma inmediata” el secreter de su propiedad, haciéndoselo autorizar así, de forma expresa y en mayúsculas, en el último párrafo del contrato.

La verdad es que todo esto le pareció justo, pero no su rocosa negativa a llevarse el mueble él mismo, aun habiendo pagado ya el precio consensuado. A él le hubiera resultado muy sencillo encontrar un medio de transporte, pero Monsieur Dupré se negó y se negó rotundamente sin que hubiera forma humana de convencerle de lo contrario, como tampoco quiso explicarle el motivo de su negativa.

Finalmente, quedaron en que un mozo de la tienda se lo llevaría al apartamento recién amaneciera el siguiente día, despidiéndose ambos con un fuerte apretón de manos.

Minutos después -ya en el bulevar- cayó en la cuenta de la robustez del viejo anticuario, pese a la edad que aparentaba; su efusiva despedida le había dejado bien marcados los seis dedos de su mano derecha durante un buen rato…

… ¿Seis dedos…? … ¡Seis dedos…! -cayó en la cuenta y comenzó a interrogarse sorprendido.

Este detalle se le quedó marcado en la mente, aunque se dijo que en alguna ocasión había oído o leído que existían personas nacidas con este tipo de… ¿deformaciones?

Pero, en fin, dejando este pequeño detalle al margen, el caso es que el joven escritor salió de la almoneda todo orgulloso y estirado, pecho henchido, mirada al frente y dueño exclusivo de su éxito, envuelto en una nebulosa de quimeras y felices ensoñaciones… Se imaginaba ya recreando a vuelapluma el esbozo de las magníficas historias que llegaría a forjar sobre aquel hermoso tapete, apoyado sobre el tablero y envuelto en el cariñoso abrazo del soñado y felizmente conseguido buró.

Y de esta forma ensoñadora tendió Jean-Jacques sus pensamientos al aire de lo onírico con la intención de dirigirse a su morada y esperar con nerviosa impaciencia el cumplimiento del contrato por parte de Monsieur Dupré.

-IV-

No había podido conciliar el sueño durante toda la noche pensando en el rincón donde colocaría el ansiado escritorio: al lado de su litera, cerca del ventanal que daba a la Place du Tertre, siempre ajetreada por las discusiones del gentío, o  quizás en medio del salón que, a la postre, era -a su vez- vestíbulo, dormitorio, cocina y escusado.

A pesar del ínfimo espacio disponible, aún no lo tenía decidido y eso le ponía muy nervioso. El pequeño apartamento apenas disponía de unos pocos metros cuadrados, quizás ocho o nueve, no más, y en él transcurría su monótona vida desde hacía más de dos años.

El ventanal daba a la plaza, y era el único hueco por donde entraba la luz del día…, aparte del frío, el calor, el viento y la lluvia, siempre dueños de las rendijas que impedían el cierre de sus batientes.

La buena de Bernadette se lo había dejado en herencia; la única hermana de su difunto padre era el único familiar que le quedaba hasta que falleció por consecuencia de un desgraciado accidente. A ella debía agradecerle tener al menos aquel cobijo donde ella había exhalado su último aliento; el mismo lecho que ahora ocupaba él cada noche había sido testigo de su larga agonía. La recordaba a diario y la echaba de menos; parte de su infancia y un tramo de su juventud transcurrió al lado de sus faldas. Estaría eternamente agradecido a su tía por haberle tratado como si fuera su propio hijo.

…“El día de mañana serás un gran escritor, mi querido Jean… Francia te recordará por tus grandes obras, y hasta el mismo infierno se rendirá a tus encantadoras novelas…” -le había caramelizado el oído en muchas ocasiones mientras le servía en el plato sus sempiternas pero suculentas gachas.

Sumido en estos pensamientos estaba cuando cayó en la cuenta de que debían ser más de las once. La tardanza del mozo le produjo cierta desazón; hacía más de cuatro horas que había amanecido y no vislumbraba el momento de su llegada. El viejo le había prometido que, tras el amanecer, haría llegar el mueble a su domicilio.

La larga espera se le estaba haciendo eterna e insufrible.

Se incorporó del asiento con un nervioso respingo acercándose con muy mal humor hasta el ventanal. La Place du Tertre estaba empezando a convertirse en el lugar preferido para pintores y bohemios de toda índole, amén de un rincón de conversaciones cultas, clandestinas reuniones de discusiones políticas y también de negocios a veces no muy limpios. Se alegraba por ello; este ambiente le había procurado mucho material que había sabido explotar eficazmente en muchos de sus relatos.

Lo cierto es que, con súbita alegría, por una de las calles que desembocaban a la concurrida plaza, divisó un pequeño carromato que, tirado por un viejo mulo, portaba -¡por fin!- su tan esperado escritorio…

-¡Bien llegado sea..., Dios, por Belcebú…! -exclamó suspirando, ya más tranquilo.

(Continúa...)


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