Sin víctimas fatales I

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—No nos veremos nunca más —la voz de Camila no admitía réplica—. ¿Entendés, Ricardo? Nunca más.

—¿Tenemos que hablar de eso justo ahora? —dije y, para disimular el temblor de mis manos, traté de ordenar los papeles del escritorio. Apilé los informes del último intento de rescate.

—No me importan las consecuencias, ni si este momento te parece el menos apropiado.

Frente a la ventana, sucia de este polvo de carbón que todo lo contamina, Camila me daba la espalda. Ella también parecía cubierta por ese tizne obstinado. Encendió un Marlboro. Igual que siempre, mordió el filtro como si quisiera cortarlo. Expulsó el humo azul con una mueca de asco. A veces la creo una mala hembra; otras, una mujer de resoluciones fatales.

Sonó el teléfono.

—Aquí Stassen —dije.

—¿Stassen? —a pesar de las distorsiones y el ruido a fritura de la línea reconocí a Benítez—. Stassen, ¿me oye?

—Te oigo —dije—. ¿Cómo va todo?

—Mal —dijo—. Muy mal. Estamos apuntalando, pero no sé si la estructura va a resistir.

Benítez tiene una manera particular de pronunciar palabras de mal agüero: en su boca suenan como sentencias.

—¿Seguís recibiendo señales?

—Hace media hora que no oímos nada. Pero estamos haciendo mucho ruido con los martillos.

Espié la silueta de Camila. Había bajado la cabeza. Contra la luz crepuscular, la trenza del pelo era de un bronce viejo. Recordé la primera vez que me permitió soltársela. Ahora cruzaba los brazos y se los frotaba.

—¿Gases?

—Se mantienen bien, aunque nunca se sabe.

—Benítez —dije—. Dame una sola buena noticia.

—¡Agua! —ya no hablaba conmigo—. ¡Tenemos agua en el nivel tres! ¡Rápido a las bombas!

Después oí un golpe y la voz de Benítez se hizo turbia: subía y bajaba. Imaginé que habría dejado caer el auricular y que éste se balancearía del cable.

—Más tarde lo llamo —dijo súbitamente cercano, tanto que aparté el tubo de bakelita de mi oído.

Y cortó.

—Hay agua en el túnel —dije—. ¿No vas a ir con las otras mujeres?

—¿A qué? —dijo Camila, todavía de espaldas—. ¿A esperar los cadáveres? ¿A que me miren de reojo y cuchicheen?

En ese momento, Dios me perdone, contemplé la curva de sus caderas y la deseé como nunca.

—Todavía hay esperanza.

Soltó una risa de loca.

—Y seguro que te vas a alegrar muchísimo cuando Santiago salga con vida.

—Ya es bastante robarle la mujer a un tipo como para, además, desearle la muerte. Esa muerte.

—Santiago, sin embargo, preferiría morirse allá abajo antes que saber lo buena gente que son su mujer y su jefe.

—Son cosas que suceden —dije sin convicción—. No nos buscamos, sólo sucedió.

—Claro —dijo, y aplastó la colilla en el cenicero de vidrio—, si somos dos pimpollitos de rosa.

—Camila, por favor. ¡Estoy tratando de sacar a veintitrés personas de un túnel derrumbado y a medio kilómetro de profundidad! ¡Por puta mala suerte, uno de ellos es tu marido!

Me interrumpió el campanillazo del otro teléfono.

—¡Qué pasa!

—Jefe, soy Andrade.

—¿Qué hay?

—En el portón cuatro —dijo— hay una caravana de móviles de la tele.

—No los dejes entrar.

—Por eso lo llamo, jefe, hay unos tipos cortando el alambrado.

—¡Soltales los perros!

—¡Pero, jefe!

—¡Soltales los doberman ahora mismo, Andrade! ¿Me oís?

Hubo una pausa.

Me empujé los anteojos con un dedo. El contraluz gris esfumaba la silueta de Camila.

—Quiero la orden por escrito.

—¿Qué decís, Andrade?

—Que quiero la orden por escrito —puntualizó agitado. Por detrás oí ladridos salvajes—. Perdonemé, jefe, pero es mucha responsabilidad.

—Andrade —dije. Me puse de pie y me apoyé en el fichero metálico. Le di la espalda a Camila y bajé el tono de voz—. Andrade, si no soltás los perros…

—...Estoy despedido.

—No, infeliz. Te cago a tiros yo mismo. ¿Entendiste? Voy hasta el portón y te cago matando. Te vacío el cargador de la Remington en la cabeza.

Me callé para que la idea se le asentara. Quizá Andrade desconociera que yo jamás tuve un arma en la mano.

—Suelto a dos —dijo. Y sentí cómo resollaba—. Pero a los otros los llevo bien atados.

—¿Con quién estás y que armas tenés?

— Con el negro Luna. Tengo una Browning y la Batán 12.70.

—Llevate la 12.70 en el brazo y hacete el malo.

Gruñó algo que no pude entender.

—Tengo buena memoria, Andrade —le dije—. No me olvido de los tipos que ponen los huevos en las malas.

La línea se cortó con un chasquido.

Me dejé caer en la silla giratoria.

—Llegaron los periodistas.

—Te dije que no nos veremos nunca más, Ricardo. Hoy se termina todo entre nosotros.

—¡Ya te oí!

Con una mano en el cuello del sueter, Camila se acercó. En el mediodía opaco, su figura onduló hacia mí, volviéndose nítida. Contemplé sus rasgos duros. Las primeras arrugas en el rictus de su boca. Había un fulgor de extravío en sus ojos incoloros.

Se ubicó frente a mi silla.

—Pero antes —dijo. Se subió el sueter grueso y se lo sacó de un golpe—. Antes de separarnos para siempre, despidámonos.

No me sorprendió la desnudez de su torso, ni que se calzara los pulgares en la cintura de sus pantalones y los bajara hasta el suelo. Cuando de enderezó ya no pude reaccionar.. Con ella siempre me pasa igual: la odio, la desprecio. Hasta que me envuelve en sus brazos finos y ya no hay pensamientos, sólo vértigo, sólo fiebre.

Me sujetó la nuca. La rodeé por la cintura, hundí la cara entre sus senos, chupé los pezones cónicos.

Camila retrocedió, se sentó en el filo del escritorio y se dejó caer hacia atrás con ese gesto lánguido, de abandono, que tan bien le conozco.

Me encorvé sobre ella. La penetré con la violencia de la desesperación. Sus rodillas se ajustaron a mis caderas, aprisionándome en el cepo de su cuerpo. Gruñendo, le busqué la boca; Camila dio vuelta la cara.

—No me beses —susurró—. Ya no me beses.

CONTINUA...


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