LOS CANTOS DEL SILENCIO (II PARTE)

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–Señora Tibisay… ¿se hospedan aquí personas o está arrendada alguna habitación para ensayos de niños cantores, para las misas o algún evento del clero ?

El ama de llave, sorprendida miró el rostro de su interlocutora y le respondió:

 – ¿Por qué me pregunta eso? – Nada de lo que dice, existe acá.

–Tengo más de diez días que no duermo, me despiertan los cánticos de los niños, los escucho a veces en las habitaciones de abajo, en otras oportunidades en el ala izquierda.   En estas noches, tuve que bajar hasta el sótano y no logré encontrarlos, no hay ningún salón que pueda imaginarme de dónde proceden tantas melodías. Solo les pediré   por lo menos, que consideren a los que estamos pernoctando. No solamente me encuentro yo, están otros huéspedes y desconozco si las otras personas han reclamado sobre lo mismo. 

–No ha habido ninguna otra queja señorita Carolina. – Posiblemente sea una emisora radial o las canciones que ahora poseen los móviles, quizás algún visitante las tenga como tono de voz o repique. – Para lo que usted manifiesta, no le tengo respuesta. – Concluyó Tibisay.

Respuesta que no convenció a la restauradora. Ya  el trabajo le resultaba pesado, pinturas muy envejecidas, que mientras se remozaban surgían otras dificultades relacionadas a la superficie y  por los materiales complicados de conseguir. No obstante, Carolina estaba dispuesta a culminar a la brevedad posible, los trabajos encomendados.

Era viernes, esperó las horas de la tarde para ir a dar un paseo por el pueblo de aquella zona apartada y montañosa. Encendió su rústico vehículo y salió rumbo a la única salida: una ruta larga y angosta, con perspectiva ínfima de lo que se observaba a su alrededor:  hermosas elevaciones de la cordillera andina. No podía negar, que estaba en un hermoso lugar.  

Llegó a la cafetería “Ardiente Cielo “deduciendo que de “cafetería” solo tenía el nombre. Era solo una fachada de un bar, porque al entrar, al fondo del salón, observó una amplia barra con sus respectivas sillas giratorias, con una estantería donde se exhibían diferentes tipos de licores. También, estaba dispuesto un juego de pool, entre otras mesas dispersas para clientes. Un hombre de avanzada edad hacía las veces de encargado, barman y cajero, de movimientos lentos, por la discapacidad de una de sus piernas, que casi arrastraba, pero, aun así, hacía sus labores habilidosamente, ayudándose de sus agiles brazos. <Muy mayor para lo que desempeña<- Pensó Carolina.

  Las sillas de la barra estaban casi todas ocupadas, por hombres ensimismados,  libando alcohol. Carolina se sentó entre ellos y ordenó un whisky a la roca.

–Usted es la señorita que está restaurando las imágenes de la cúpula del antiguo monasterio- Dijo una voz débil, ronca y temblorosa, de un hombre sentado a su lado, que desde que Carolina entró al sitio, le fijó la mirada. Un mirar ausente, instintivo, que la mujer pensó, que podía tener discapacidad visual.

–¡Como corren las noticias en este pueblo ¡mucho gusto, soy Carolina García- Respondió sin estrechar la mano.

–Y dígame usted … ¿cómo la tratan?

–Pues bien, solo que tengo varios días que no puedo conciliar normalmente el sueño, unas voces de niños, como si estuvieran ensayando cantos religiosos, no me  permiten  pegar las pestañas desde mi llegada.

–Sé de esos niños…pensé que ya de eso no se hablaba- Intervino un segundo hombre, que había escuchado la conversación. 

–Explíquese… ¿cómo es eso? -  Interrogó Carolina.

– Hace años, se comentó de un feo hecho, por allí anda una leyenda rodando desde  muchas lunas. Se dice, que unos niños fueron abusados, otros ahogados para que no hablaran. – Eran los niños que venían del orfanato, un refugio que se llamó “El Santo Abrigo “y los religiosos   los traían al monasterio para clases de catecismo y actividades de cantos, lecturas y escrituras, es decir, los alfabetizaban, hasta que no de ellos habló. Le dijo a la monja superior, que al monasterio no regresaba más, porque allí les hacían “cosas malas”. –La monja habló con el arzobispo, después la enviaron a la capital, y tiempo después, hubo la desgracia: niños ahogados en las lagunas cuando los sacaban a pasear   y otros quemados, por los incendios de colchones, que se generaron en sus propios dormitorios. Eran huérfanos, nadie  reclamó sus cadáveres. 

–Muchos niños murieron, pocos sobrevivieron, pero quedaron discapacitados. Después  el monasterio fue decayendo y los clérigos se fueron…Luego, ese grupo de comerciantes, que la contrató a usted, compraron el edificio y pretenden nuevamente fomentar  el turismo para el bien de la zona, pero está levantando con esa triste y trágica historia. –Proseguía hablando el hombre.

–Hubo un día en la primera semana de apertura de resort, llegaron unos huéspedes de las provincias cercanas, todos asustados se retiraron al siguiente día, porque supuestamente, escuchaban alaridos y cantos de niños subidos de tono. Dijeron lo mismo que usted comenta, que no los habían dejado dormir, se molestaron y abandonaron el monasterio.  – Después, por algunos meses cerraron  el resort y ahora lo están volviendo a reabrir y viene usted y nos cuenta las mismas  causas por las cuales huyeron los turistas en aquella ocasión.

La mujer miró al hombre.  Era un anciano extremadamente  delgado, que se notaba que incrementaba un esfuerzo para hablar con un susurro bajo, encorvado, sin cabellos, le calculó más de ochenta años, con un parche negro en su ojo  izquierdo y parte de su rostro, mostraba una vieja cicatriz de quemadura, igual en ambas manos, que cubría escasamente con unos guantes sin precisión de color, desgastados por el uso.

–¿Qué me observa usted? –  Dijo el anciano…si no los restos de lo que me quedó como sobreviviente. Lo que usted escucha, que para su entender son cantos, fíjese que no, para los que estuvimos allí, es el llanto inocente contra el silencio y la opresión. Ese nunca callará. 

Carolina, visiblemente consternada, después de una pausa larga, apuró la bebida y pidió otra más …y otra más…Lloró, no le avergonzaron sus lágrimas.  Los hombres la miraban.   Luego, salió bruscamente del salón, con la convicción de recoger sus enseres y herramientas de trabajo y abandonar inmediatamente el monasterio: un lugar fatídico, condenado al rechazo histórico, cultural y social.

 

 

 

 

 

 

 


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