Siempre pensé que las palabras dichas, sea en susurro cercano, o bien declamadas como puñales desafiantes a los cielos, quedan inmortalizadas en algún lugar recóndito. En una ocasión descubrí que las palabras también significan y éste significar define todos los mundos.
Esa mañana, una palabra apareció camuflada entre las flores de aquel cuadro recién adquirido en el Anticuario del Paseo de Santa Catalina: Luz. Dudé, cerré y abrí los ojos varias veces. Me levanté y pasé las yemas de los dedos por ella, ahí seguía, grabada en el óleo, entre la Caléndula y la Magnolia. Al instante la composición se iluminó, chispas ardientes y pequeñas burbujas de lava recorrieron cada una de las flores, despidiendo un ligero olor a azufre.
Siguió la palabra: Amor, que pervivió muchas lunas. Me gustaba entonces permanecer en la cama, a oscuras. Cerraba los ojos y sentía un aliento ajeno, que recorría mi cuerpo y se mezclaba con mi propio olor, en una danza vibrante y armoniosa.
Así fueron pasando los días y las semanas. Cada despertar supuso para mí en aquella época la vuelta a mi espíritu de la expectación y de un sentimiento, años dormido, de excitación desbocada, en definitiva, un viaje vertiginoso a la materialización de las palabras.
La última, que acaba de aparecer, es: Tiempo. Ahora reparo en el suelo, naturalmente, allí están bajo mis pies los pétalos secos de las flores de mi cuadro. En el lienzo, siete tallos desnudos y el hueco mudo de cientos de palabras. Tengo miedo.
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