Me deslicé pegado a la pared. Era miércoles, y los dos enfermeros del turno de la noche estarían mirando el partido en el televisor grande del comedor.
Empujé la puerta del Laucha Méndez. Las cortinas descorridas dejaban entrar los haces amarillentos del farol de la calle. El Laucha, sentado encima de la cama, parecía un Buda flaco.
—¿Ya es la hora? —preguntó.
—Todavía es temprano —dije—, pero no levantes la voz.
El Laucha me señaló la mesa de luz. La corrí un poco y metí la mano por detrás, hasta tocar la cajita metálica. La abrí, saqué el único cigarrillo y los fósforos.
—¿Qué es?
—Un Marlboro —dijo—. Se lo robé al doctor Imbert.
Lo fumamos acodados en el marco de la ventana. Desde el jardín nos llegaban aromas de magnolia florecida.
—¿Vendrán los demás?
—Tienen que venir —dije, aunque yo me hacía la misma pregunta.
—Sí —dijo—. Pero, ¿y si no vienen?
Abaniqué el aire con una mano para dispersar el humo.
—Entonces lo dejamos.
—¿Estás loco? —me tironeó de la manga del pijama—. Si los otros no aparecen, lo hacemos vos y yo. Laura se lo merece.
Un resplandor blanco nos sobresaltó, y nos volvimos como dos chicos sorprendidos en medio de una travesura: Zunilda nos miraba desde la puerta entreabierta.
Le hicimos señas. El camisón le llegaba al piso, se acercó a nosotros flotando.
—¿No estarás descalza, no? —le dijo el Laucha—. A ver si tomás frío y te enfermás.
Zuni se arremangó el camisón, y vimos las pantorrillas descarnadas y las zapatillas de fieltro.
—Bueno, bueno —le dije—. Tampoco hagás un estriptís, che.
Zunilda contuvo una risita y dijo:
—Estoy más nerviosa que una pendeja en el debut.
—No le veo la gracia —dijo el Laucha.
—Yo tampoco —dijo Zuni—. Pero, cuando me pongo así, me da risa y digo cualquier cosa.
—¡Shhhh!
Carmen se escurrió dentro de la habitación. Llevaba subidas las solapas de la robe, haciéndose la Greta Garbo.
—Mario —me dijo agitada—, la Lady no quiere venir.
—¿Cómo? —dije—. Traidora, ella dio su palabra. Lo mismo que nosotros.
—Andá a buscarla —Zunilda se sentó en el borde de la cama.
—Dale —dijo el Laucha—. Andá y convencela.
—No voy un carajo —me defendí.
—Yo no vuelvo a preguntarle —dijo Carmen—. No me sorprende que esa nos deje en banda.
—A vos te hace caso —Zuni me agarró con una mano seca y caliente—. Para mí que tiene miedo.
—¿Miedo esa loca? —dije—. Si se la pasa cacareando y peleándose con todo el mundo. Y nunca, escucharon, nunca me hizo caso.
Discutimos. Carmen callaba, fruncía los labios. Al rato, accedí a ir por la Lady: el tiempo pasaba, el partido iba a terminar y debíamos volver a las habitaciones antes de la recorrida de los enfermeros.
Salí al pasillo y espié el comedor. Desde la penumbra observé las espaldas de Iturbe y Gómez. La camisa verde agua de Gómez aparecía manchada de sudor en los sobacos y en la espalda. Iturbe, con los pies cruzados encima de una silla, se rascaba la cabeza. Le habían sacado el sonido al televisor, y escuchaban el partido por la radio. Veinte minutos del primer tiempo. En el intervalo irían al baño o estirarían las piernas pero no mirarían ninguna cama. En la mesa había unas latas de Seven Up, una caja con media pizza, y dos paquetes de Chesterfield. Dos paquetes de Chesterfield... me pasé la lengua por los labios, y retrocedí.
La habitación era un entrevero de sombras.
—Pst.
—No enciendas la luz.
Apreté los párpados, y al abrirlos distinguí la mancha de la cama y el contorno de la Lady bajo las sábanas.
Oí un susurro afuera y entorné la puerta. Ordóñez caminaba hacia lo del Laucha, la pelada le relumbraba como un faro.
Suspiré y quise acercarme a la cama.
—Esperá.
Sospeché, más que vi, el movimiento de los brazos. El tintineo del vaso, un sonido ahogado.
—Yo también —dije— uso dientes postizos.
—Podrán verme de muchas maneras —dijo la Lady—, pero nunca sin mi dentadura.
Me senté en el borde de su cama.
—Ya nos juntamos casi todos —dije—. Te estamos esperando.
—No.
—¿No, qué? ¿Ya te olvidaste de lo que nos prometimos?
Se incorporó y recibí su aliento en mi cara.
—Es una locura, Mario.
—¡Juramos, Patricia! —dije—. ¡Juramos! ¡Vos juraste también! Todos para uno y uno para todos. La pobre Laura ya no da más.
—Pero, ¿y si reacciona? ¿Si sale del coma y se recupera? ¿Cuántas veces pasan cosas así?
—Vos sabés muy bien que no sucederá. No vive, Lady; la hacen durar, que no es lo mismo. ¿Me entendés? Respirador, marcapasos... pueden sostener la mentira durante meses. Pero Laura está muerta. Yo lo escuché a Imbert hablando con los parientes: “Estado vegetativo”, dijo.
—“Estado vegetativo” —repitió la Lady. Se acurrucó en mi pecho y sollozó.
Era la primera vez que lo hacía, sólo atiné a abrazarla. Me gustó la calidez de su cuerpo contra el mío. Aspiré la colonia que subía de su pelo. Apreté los labios para no soltar una risita: el viejo demonio redivivo me hacía cosquillas en la ingle. Quizá los nervios me atacaran como a Zuni.
Cuando la Lady se calmó, la separé un poco y, conteniendo su cara entre las manos, le pasé los dedos por las mejillas.
La besé con suavidad.
—Sos un viejo verde —dijo. Pero me había devuelto el beso.
—Vamos.
—Un momento.
Salió de la cama, y tanteó la bata. Se la puso y se ajustó el lazo del cinturón a la cintura. Me crujieron las articulaciones cuando me agaché para calzarle las pantuflas con caras de conejito.
—Qué elegantes —dije.
—Callate, bobo. Son un regalo de mi nieta.
Abrí la puerta y espié. Lejana, me llegaba la voz del relator: quince minutos para el entretiempo. Nos quedaba menos de una hora.
—Dame la mano, Marito —me pidió la Lady—. Si me soltás, voy a salir corriendo a encerrarme en el baño a gritar.
En medio del corredor me volví para mirarla.
—¿Te diste cuenta? —dije— Hoy es la primera vez que me llamás por mi nombre. Incluso “Marito”, me acabás de llamar. Siempre fui “Ramírez” o “cállese maleducado”.
—Y si te la pasás discutiendo con todo el mundo, vos. Nada de lo que yo digo te parece bien. Y hace un rato, lo que nunca, me llamaste “Patricia”.
—¡Ay, la Lady! —dije—. Cada vez que hablás, parece que das cátedra, como Ordóñez cuando empieza con la termodinámica.
—El tipo es ingeniero.
—Un loco, eso es lo que es. Y a ver si no lo defendés tanto, a ése.
—¿Ves? —dijo—. Ya empezaste. ¡Caminá, querés!
Al entrar en la pieza del Laucha Méndez, advertí que Regina ya había llegado. Como si rezara, cruzaba las manos contra el esternón huesudo. Ordóñez susurraba las leyes de Newton, debía encontrarse al borde del colapso. Zuni le dio una tableta de las que toma ella, y el pelado la tragó en seco.
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