El mejor amigo (II)

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El dormitorio de la abuela. Ni el alcanfor, ni los sahumerios alcanzan para tapar el olor a pis, a encierro.

Desde el cuadro, mi bisabuelo nos vigila. En un ángulo del marco, cuelga un rosario, las cuentas como nueces.

—El hombre de la familia —dice la abuela, como si nombrara al Presidente—. El último hombre de verdad que pisó esta casa. Ahora andate, nene. Andate de acá.

 

Al volver al comedor, descubro a papá y mamá: se miran en silencio. Papá le sostiene una mano entre las suyas. Parecen dos maniquíes. En los platos, se enfría el arroz con aceite.

Juego un poco con el tenedor, pero yo tampoco tengo hambre.

—¡Nene! ¡Nene! —retumba la voz de la abuela—. ¡Asomate a la escalera, querés!

La encuentro de pie, allá arriba, al filo del último escalón, por encima de todos. El camisón de franela le roza las pantuflas.

—Traeme las gotas para el corazón, que me las olvidé en el aparador.

Buck.

¿Qué hace Buck ahí, detrás de la abuela? Si aprendió, a fuerza de golpes, a no subir. Lleva las orejas hacia atrás, pegadas a la cabeza; el pelo rígido, como de alambre.

—¿Otra vez en Babia? Dale, buscalas. ¡Y movete de una vez, que me enfermás, mirá!

Buck se enreda en los pliegues del camisón. La abuela gira al borde del peldaño con una energía que no le conozco, y los talones le quedan en el aire. Levanta el bastón por encima de su cabeza, demasiado por encima, pero Buck no retrocede y esquiva el bastonazo. La abuela se va para atrás, hacia el vacío. Hay un momento de equilibrio en que la abuela parece colgar de un hilo invisible; de pronto sube una pierna muy alto, pateando la nada, y empieza a caer de espaldas.

La pantufla pasa a mi lado dando vueltas. El bastón la sigue, rebotando en los escalones.

Un chillido corta el aire en dos. Parece durar cien años, mil, hasta que se interrumpe de golpe. En medio de una neblina, veo la cabeza de la abuela, que se estrella contra un escalón, la pared, otro escalón. La dentadura superior se trepa al barandal, resbala un metro, y aterriza a mis pies.

Detrás llega la abuela, como un bulto de ropa sucia. Las manos se le sacuden dos veces, nada más.

Mamá es la primera en entrar. Se tapa la cara y se vuelve. Papá la ataja y la aprieta contra sí.

—Dios mío —dice en voz baja—. Dios mío, mamá.

Mareado, me siento sobre mis talones. El cuello de la abuela se ve torcido.

Como si viniera del pasillo, Buck se aparece a mi lado y frota su cuerpo contra mí. Me pasa la lengua por donde, todavía, me arde la cachetada. Le rodeo el pescuezo y le acaricio el pecho. Levanta el hocico hacia papá y mamá. Sigo su mirada y, entonces, vuelvo a sentir que el pelo se le eriza. Vuelvo a sentir ese gruñido raro, esa reverberación de su cuerpo que sólo yo y la abuela percibíamos.

Y el ojo ciego, clavado en mamá y papá, relumbra.

Relumbra.

 

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