Amores pospuestos. Dos.

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 Observaba ciertos niveles de paranoia a mi alrededor. Tanta que me daba miedo. Contaba únicamente con palabras. En realidad es lo único que tenemos. Una corriente de pesimismo se colaba de rondón; quizá por debajo de la puerta. Estaba esperando acontecimientos. Algo que me hiciera abrir la boca hasta que se me viera la campanilla. Estoy hundido- me planteé.

 El teléfono mío había dejado de sonar hacía tiempo, y, cuando lo hacía, me pillaba en mal momento. Salí a comprar el periódico- por hacer algo. El camino estaba sembrado de dolor. Se veía que los otros también esperaban acontecimientos. Algo que les hiciera también abrir la boca. Era bueno- pensé- tener una ocupación. Nos aburríamos demasiado y eso hacía que hiciéramos de la vida algo lúdico. Pensé en llamar a alguien por teléfono, pero en seguida deseché la idea. Yo, al menos, tenía máquina de escribir- reflexioné posteriormente.

 Si fuera capaz de llamarla- me planteé finalmente-, pero, acto seguido, deseché, también, la idea: que me llamara ella y demostrara su interés.

 Justo en ese instante sonó el despertador y me resultó reconfortante su sonido. El día  treinta tenía una entrevista. Un asunto baladí. Me entró gana de hacer pis. Cuando fuera la hora de comer, lo haría con gana y gusto- reflexioné para mi adentro.

 Luego decubrí que lo que andaba en juego era la propia supervivencia. Contaba con escasos medios para sobrevivir. Era yo solo contra el mundo. Posiblemente se demostrara que era un auténtico ignorante, pero había visto amanecer otro día- quise pensar.

 Un perro, desde la lejanía, parecía llamar a maitines de perros al resto de la población canina de los alrededores. Se hablaba mucho entonces, y se hacía poco. Se decía que había una mujer que lo controlaba todo y que era capaz de las mayores proezas y actos sorprendentes. Yo no creía en supersticiones. Se estaba echando encima diciembre. El funeral mío- mi funeral- no hacía más que postergarse indefinidamente y ya me estaba empezando a cansar. El alcohol de la víspera ya se había diluido completamente, hasta el punto de hacerme un hombre cuerdo, vuelto a la cordura.

 Salir al paso de la vida; recibir sus embates y empujones y resultar ileso.

 Mientras estaba haciendo pis sonó el teléfono. Era ella.

 

 El hombre- o sea yo-, se estabilizó. No se dejó llevar por la corriente de los acontecimientos y se mantuvo laborando. Impasible el ademán, como decía aquel himno de su juventud, frisaba la cuarentena y se encontraba pobre y derrotado hasta el punto de pedir ya una segunda oportunidad sobre esta tierra. Hasta entonces el displacer había sido el gran protagonista de su vida. A partir de ahora, pensó, será el resto de mi estancia sobre la tierra. En aquella suerte de vasos comunicantes que era la vida, le había correspondido la parte más comprimida. A esperar acontecimientos, se dijo.

 Lo que puede una simple llamada.


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