Le pareció enorme, desproporcionada con el resto de la casa. Tal como se lo habían advertido los dos ancianos caballeros, la mesada de mármol ocupaba el centro de aquella inmensa cocina. El horno permitía alojar un cerdo entero. De una hilera de ganchos colgaban ollas, coladores, sartenes, pinches. Y cuchillos. Cuchillos de tronchar, de destasar; medialunas, cimitarras de acero forjado; hachuelas capaces de partir un espinazo de cordero. Todo relucía, lanzándole destellos.
Jazmín se imaginó trajinando allí, y asintió.
El frigorífico rebosaba de verduras frescas, frutas y aderezos. Dentro del congelador, grande como un sarcófago, piezas de carne envueltas en plástico blanco. Al abrir las alacenas, cientos de frascos con especias, que la embriagaron de sus aromas. El mueble de la vajilla le mostró platos de porcelana inglesa, copas de cristal. Encontró manteles de hilo bordados a mano. En la bodega descubrió vinos blancos, tintos, espumantes. Los vejetes sabían vivir. Giró con los brazos estirados, como si danzara.
—¿Qué le parece? —la sobresaltó la voz del mayor, a sus espaldas.
—¡Maravillosa! —dijo.
Y se dio vuelta.
Los dos sonreían y la contemplaban desde la única entrada. Se habían colocado mandiles de cuero sobre mamelucos manchados. Las botas de goma, las antiparras plásticas y los guantes naranja los volvían irreales, siniestros. En sus manos relumbraban bisturíes.
Jazmín entendió lo que vendría, y el horror la amordazó.
—¿Maravillosa? —dijo el más delgado—. Me alegra que le guste —y dio el primer paso hacia ella—. La cocina es nuestro orgullo.
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