La lengua es el látigo del culo. Parte 1

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– Esa María si es chismosa. Anoche me dijo que Alberto se había muerto por estar pecando –dijo Cristina y su madre le frunció las cejas reconviniéndola mientras la chiquilla trataba de explicarle que eso dijo la María–, y lo encontraron debajo del puente –había agregado. Pero qué va.

– Hoy lo saludé en el mercado –exclamó, en tanto sus hábiles manos bailoteaban pelando las habas que su madre tenía en un platón.

– ¡Y a vos quién te dijo que te andes metiendo dónde no te han llamado! ¡Mejor te afanas porque tengo que salir! –Gruñó dona Graciela al tiempo que arrastraba una vieja escoba por un piso en tierra que tapizaba la cocina–. Si la María se inventa chismes es problema de ella, no te olvides que la lengua castiga y ya sabes dónde.

 

“María, vení. ¿Quieres ganarte unos confites?”, le brillaron los ojos a la chiquilla, aceptando el mandato de la doña. “Más tarde en la noche dices que el viejo Alberto se murió pecando”.

 

Las dos mujeres vivían en una casa derruida por el tiempo, de tapia y tejas viejas corroídas que ya dejaba pasar el agua de abril. Sobresalía sobre un caserío que rodeaba la capilla, cruzado por polvorientas rúas en mal estado. Dentro de las tapias con piso de ladrillo y tierra había dos piezas. Una era la cocina, la otra el dormitorio en las noches y sala durante el día con sus tres camastros viejos que se convertían en cómodas poltronas para los visitantes. El baño en el patio tenía como puerta un aviso de gaseosas que contemplaba los grandes aguaceros que hacían dudar a la familia si mojarse los calzoncillos o toda la ropa para utilizarlo. Seguramente la indecisión hizo que el abuelo muriera con la próstata hinchada. En el jardín, a unos quince metros de la vieja casa había un mausoleo sin estrenar, en remodelación dispuesto por doña Graciela como su última morada.

Como diariamente hacía, doña Graciela bajó al pueblo a averiguar lo que pasaba y ordenar sus actividades. Se creía ama y señora que podía decidir el destino de todos, la vida y la muerte de cada uno.

Cuando vio a la María, que se empachaba con una bosa de confites, le guiñó el ojo. La niña sonrió mientras disfrutaba su festín de dulces.

– Doña Graciela ¡buenos días! –Dijo don Alberto.

– ¿Cómo está, supe que se había muerto?

Don Alberto, que cierto era pecador, pero no para morir de ese mal, tenía palidez de muerto por la indignación que le causaba el chismorreo. “¿Yo Muerto?”, gritaba molesto, “eso es lo que quiere la vieja”.

Era un gordo bonachón que al despedirse siempre alzaba su sombrero como queriendo disimular su poca estatura. Deseaba ahorcar a la doña, pero “no soy el único en este pueblo”, pensó y se tranquilizó

– Buenos días –exclamó desde la puerta de la iglesia un hombre fornido, que según doña Graciela parecía apóstol–. Don Alberto me dijeron que se había muerto –bromeo. “Ja, ja, cura maldito”, pensó y bonachón alzó su sombrero y le sonrió–. Doña Graciela que elegante está.

La vieja que nunca cambiaba su gesto sonrió arrugando la cara como si algo apestara.

– Cómo está reverendo… –pausó con desprecio– padre.

Doña Graciela que esperaba llamar la atención saludaba a gritos con aire de importancia. Aunque era despreciada y todos le temían, por alguna extraña razón también la veneraban, una especie de éxtasis colectivo en el que casi deseaban que subiera en cuerpo y alma, y los llevara con ella al cielo.

Así como bajaba subía todos los días hasta su melancólica casa hasta que un día le empezaron los achaques heredados que eran muy incomodos en apariencia y olor.

Desde ese momento dejó de salir al caserío y encerrada se desquitaba con su hija.

– Cristina, traé el agua –gritaba.

Que traiga aquello, que llevo esto otro, que lave, que cambie, tantas cosas a la vez. Es que había llegado Semana Santa y temía no asistir a las ceremonias propias del tiempo y sus males no le permitían ni acercarse a la capilla.

Otra vez le aquejaba el extraño mal que la seguía y había matado a todos en la familia, que no la dejaba moverse de forma que le tocaba cagar en un platón que le llevaba su hija. Ella se lo llevaba con amargura y aprovechaba el más leve parpadeo para desaparecer y, jueves y viernes santos eran una buena fecha.

Como la doña sospechaba que la única heredera de la destartalada casa, el mausoleo fino y las nauseabundas enfermedades de la familia en la mañana se iba a escapar obligó al tío para que estuviera pendiente de que no pasara semejante cosa.

– ¡Cristina, Cristina! –aullaba hasta que la muchacha aparecía en la puerta–. Andá a buscar a la María y la traes. Para qué mamá, le preguntó, pero sólo resultó regañada por curiosa–. Qué te importa –le dijo y le recordó que no se metiera en las cosas de su madre–. ¡Yo sabré para qué la llamo!

– Mejor traé otro platón y te llevas éste. Mi mierda apesta por culpa de tu comida sino sería pulcra como su dueña.

Cristina hizo mala cara, cumplió la orden con desdén y salió a buscar a María. En su ausencia la vieja gruñó sin cesar pujando cada que cagaba y gritando como si pariera.

Por fin llegó María. La doña amontonada en su camastro sacó a gritos a su hija, tenía que hablar a solas con la María, dijo. Su hija ni corta ni perezosa aprovechó para volarse en compañía del guardián que le había puesto: el tío.

– María, vamos a darle una lección a este miserable caserío. Yo estoy jodida con esta enfermedad, me estoy pudriendo por dentro y esos infames no se acuerdan de mí, me abandonan ahora que estoy mal. ¡Ah! Cuando estaba bien qué saludables. ¡Hipócritas! –La niña asintió sin saber por qué–. Me vas a llevar al mausoleo para esconderme, a ver qué hacen sin mí… “Al cementerio no voy”, gritó la María, no se arriesgaría a un mal de ojo.

– Bruta, cuál cementerio. ¡El mausoleo que está en el jardín! Además, nunca se ha usado, qué mal de ojo carajo. Si acaso te caerá polvo.

Construido desde los tiempos inmemorables de su bisabuelo, el mausoleo que era restaurado por cada generación tenía la curiosa maldición de no haberse usado jamás. Todos habían muerto con alguna enfermedad apestosa, ella al parecer con las tripas podridas cagando en un platón, como su papá escupiendo los pulmones a bocanadas en un balde, su abuelo escurriendo la próstata inflada en una bolsa y así sucesivamente con las enfermedades más nauseabundas, razón por la cual nadie se atrevió a ensuciar el hermosamente restaurado mausoleo, de forma que todos los miembros del árbol genealógico de doña Graciela reposaban tranquilos y en paz en el cementerio del caserío.

Sufriendo llegó al mausoleo abrazada a la María, se sentó y revisándolo con calma concluyó que ella si iba a reposar en tan bello lugar así estuviera cagada hasta la espalda.

– Ahora vas al caserío y dices que me viste desaparecer, pero antes yo te dije que iba a resucitar al tercer día.


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