GUERREROS DEL SOL NACIENTE (1 de 2)

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La hermana Jessica caminó por la terraza hasta la orilla. Miró hacia abajo; estaba a un salto de acabar con todo su sufrimiento. El cielo estaba cubierto de nubes y el viento soplaba fuerte; de pronto su velo salió volando dejando al descubierto sus indómitos cabellos. La joven tenía los párpados colorados, al igual que la punta de la nariz, pues llevaba varias noches llorando sin cesar. Iba a lanzarse de cabeza al concreto cuando escuchó un grito profundo y rasposo:

–¡Pero miren a quién vengo a encontrar en este peligroso lugar!

Jessica se dio la vuelta y entonces lo vio: un gigantesco anciano cubierto con una túnica.

–¿Y usted quién es? –preguntó ella– ¡Déjeme en paz!

–Me conoces, Jessica.

El individuo se acercó y se quedó mirándola con una amarillenta sonrisa de dientes largos, enmarcada por una barba corroída por la mugre del tiempo.

–¿Cómo sabe mi nombre? Yo no sé el suyo; no lo he visto en mi vida. ¡Váyase, por favor!

–¿Mi nombre…? Tengo muchos nombres. Tú sabes bien quién soy; no es necesario que te lo diga. Tampoco es necesario que te diga lo que estoy haciendo aquí, lo que importa ahora es lo que tú estás haciendo... o a punto de hacer.

Jessica no respondió. El extraño individuo se asomó a la cornisa apoyando su mano en el borde y miró hacia abajo. La joven pudo ver que la enorme mano del sujeto estaba llena de heridas infectas, y que su túnica de lana tenía agujeros de polillas por todas partes.

–Ese último escalón se ve alto –dijo el anciano.

–¿A eso vino?, ¿a reírse de mí? Como si no hubiese tenido suficiente…

–Todos dicen haber tenido suficiente sufrimiento. Y sí, entre otras cosas he venido a reírme de ti; el sarcasmo es uno de mis defectos favoritos. Ahora cuéntame qué te hizo llegar a esta situación. Hagamos de cuenta de que no lo sé; quiero escuchar tu versión.

La joven se sorprendió ante aquellas expresiones, pero por algún motivo le contó su verdad:

–No soy digna de la iglesia; he fallado a mis votos. Desde niña todo lo que quise fue ser fiel a Jesús y hacer el bien, pero me he enamorado de otro hombre. No soy buena; soy una inútil.

El anciano comenzó a reír, luego la risa se transformó en carraspeo y el carraspeo en expectoración.

–Ser hermana no te hace menos mala ni menos inútil. De todas maneras, no todos los hombres buenos son religiosos, y esa es una de las pruebas más difíciles de refutar sobre la existencia de Dios.

–¿Se supone que eso probaría su existencia o su no existencia? –preguntó Jessica.

–Permíteme contarte una historia…

Hace mucho tiempo, cuando el mundo era joven y yo ya era viejo, existió una anciana que vivía en una torre oscura en medio de un bosque. Su pertenencia más preciada era un pequeño pájaro que tenía encerrado en una jaula.   Todos los días le gritaba para asegurarse de que él fuese suyo para siempre.

–Tú nunca serás libre –le decía– ¡Me perteneces!

En el interior de su prisión el animalito temblaba ante los gritos de su ama.

Una noche, la torre fue azotada por una fuerte lluvia que hizo que el césped se convirtiera en tierra y la tierra en lodo. La anciana le gritó a su prisionero mientras sacudía la jaula:

–¡Te mostraré lo que te espera ahí afuera si alguna vez te escapas!

La mujer sujetó al ave de su frágil cuello y bajó las escaleras de caracol. Al salir, una docena de gatos hambrientos maullaron deseosos por probar el suculento bocado emplumado.

–¿Los ves? Ellos te devorarían si yo no te protegiera –dijo la señora–. Por eso debes quedarte conmigo hasta que mueras.

La torre oscura fue rodeada por más gatos con el correr del tiempo. Los chillidos desesperados del pájaro atraían a los felinos a la vez que ninguna otra ave se atrevía a acercarse a aquel lugar.

La anciana reía mostrando sus escasos dientes a medida que los gatos se amontonaban alrededor de su hogar; ellos le proporcionaban el modo perfecto de mantener a su esclavo bajo control: el miedo.

Una noche, un gato negro trepó por la enredadera de la torre. Era un gato famélico, con una cicatriz que le atravesaba su ojo izquierdo. Subió arañando los grandes e irregulares bloques de basalto de la torre. Entró por una ventana y se relamió cuando vio al pájaro enjaulado. Saltó sobre la jaula tirándola al suelo, y entonces la puerta de alambre se abrió y el prisionero voló de la torre para nunca regresar.

Esa mañana los llantos de la anciana resonaron en cada arbusto. Salió de la torre con una escoba y golpeó a los gatos que merodeaban su hogar, e hizo lo mismo cada mañana. Con el tiempo los gatos fueron abandonando la región.

La primavera llegó y los árboles se llenaron de flores y hojas, y una mañana algo hizo que la anciana se asomara a la ventana. Se trataba de cientos de pájaros cantando afuera, deseándole los buenos días a coro.

–Entonces… –dijo Jessica–, al dejar libre a su objeto de deseo la mujer fue libre también, ¿verdad? ¿Eso es lo que debo hacer? ¿Y qué tengo que dejar? ¿Debo dejar la iglesia o dejar de pensar en el hombre cuya sonrisa me atormenta? Lo lamento, pero su cuento me dejó más preguntas que respuestas.

–Yo no vine a darte respuestas –dijo el anciano–. Las respuestas son para los tontos, los sabios solo encuentran preguntas.

El hombre se sacó la capucha y Jessica pudo ver que tenía los ojos completamente blancos. Y entonces volvió a sonreír ante la mirada atónica de la joven:

–Y ahora, para generarte más incógnitas, te contaré otra historia…

...

Continúa en la segunda y última parte...      


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