¿Es este el último día? - le pregunto al amanecer.
No este no es, obtengo por respuesta.
Contento cierro un rato los ojos y finalizo el hermoso sueño en el que estaba inmerso.
Desayuno con ansia, me visto y salgo fuera. El aroma a nuevo y el frescor del aire llena mis pulmones.
Como si fuera la primera vez, recorro el bosque, me pierdo en sus caminos y me siento a escuchar el murmurar del viento entre las hojas. Construyo una cabaña en la vieja corteza de un castaño y atravieso con calma los prados acariciando la hierba, ya alta, en la que mi cuerpo traza un sendero.
Introduzco los pies en el río y lanzo con fuerza una piedra hacia el centro de la balsa, viendo como su impacto produce ondas crecientes y concéntricas que alteran la calma de la superficie del agua.
¿Es quizás este el último día? Pregunto nuevamente. No este no es, otra vez es la respuesta.
El halo luminoso del borde de las contras cerradas permite adivinar una mañana llena de luz.
Mis pasos se encaminan hacia playa, como siempre amplia y magnífica y con el rumor del mar como inmejorable compañía.
Nado hasta donde mis fuerzas me lo permiten y luego tendiéndome boca arriba contemplo el inmenso cielo azul, que llega hasta el horizonte, dejando que las olas me mezcan, como si estuviera de nuevo en una suerte de maravillosa cuna.
Escribo un mensaje y lo dejo dentro de una botella a merced de las corrientes, con la fundada convicción de que ellas lo harán llegar a su destino.
Me siento a contemplar los reflejos anaranjados de los últimos rayos del astro rey en la puesta de sol.
¿Finalmente vendrá a ser este el último día?. Como en los casos anteriores, recibo un no ante la pregunta.
Tanto sobre las tejas del tejado como sobre los cristales de las ventanas se siente el impacto de la lluvia. Es un sonido agradable, que refuerza la sensación de hogar, de sentirse seguro dentro de algo.
Cuando amaina algo es el momento de dar un paseo por la ciudad. Muchos de los árboles agasajan con lo que fueron sus cubiertas a las calles, tapizando la superficie de estas, como si de una ofrenda vegetal se tratara.
Muchos lugares antaño llenos de vida hoy se encuentran vacíos y cerrados y solo a veces otras actividades semejantes o distintas toman su relevo, pasado y presente conviven así sin solución de continuidad.
Hago la llamada a una persona a quien quiero y con la que hace mucho que no hablaba. De los dos lados un tierno hola inicia una conversación esperada.
¿Es hoy el último día? Me acuerdo de preguntar. Y aunque no es una sorpresa recibo la confirmación: sí, hoy es.
Dejo en orden las cosas que me rodean y compruebo desde la puerta con una última mirada que todo está como debería.
En el exterior está nevando y un manto blanco de apenas un palmo cubre ya el suelo.
En el aire millones de etéreos copos de nieve vuelan a un lado y a otro llevados por una suave brisa. Abro mi mano dejando que se posen y observando como los cristales se vuelven agua al contacto con la piel.
Avanzo con la certeza de ser quien abre un camino que jamás nadie más recorrerá, mientras que tras de mí mis huellas se van cubriendo poco a poco hasta desaparecer.
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