El último canto del gallo

En la silla se mece marcando con cansada pauta la aguja de un reloj vital que una vez guardara en el roído bolsillo del tiempo, un reloj que tiene fijado el momento último de su despertar, que es el morir y por fin olvidar, que es el perdonar y dejar descansar al pecado del resentimiento. En su silla acurruca con lentos vaivenes el cariño perdido hace años, aquéllos en los que era casi una niña, inquieta y rebelde, sedienta y dispuesta con arduos deseos de vivir sus sueños.

Tras absorber la poca saliva que aún le acompaña, consigue el anciano mascar con dos dientes y medio tragando el amargo sabor en el que tantas veces se ha ahogado su olvido. En la silla trenzada de esparto el viejo reposa su flaco quebranto de huesos, un ajado dibujo que apenas consigue trazar la triste figura de un cuatro; y, entretanto, dos puñales de una mirada escondida tras escleróticas de unos ojos bañados en leche esconden aún el fuego de un rencor jamás deseado.

En la idea trenzada de esperanzas vacuas ha vivido esos años que lleva esperando su vuelta desde que marchó…

En su sueño trenzado de espantos y duro rechazo, se mesa la barba; y, aburrido, o cansado quizás de tanto mesarla, o ignorando tal vez ese movimiento de pura derrota -vete tú a saber-, deja caer su velluda mano sobre ese regazo que tan sólo ya le sirve como exhibidor de unos lamparones que recuerdan los restos de unas sopas que ahí alimentaron los llantos de amor rechazado.

En el tiempo trenzado de llantos se mece el viejo olvidado… Sabe que la espera es vana -ya se le hace largo, muy largo-, y aguarda impaciente que suene el despertador que anuncie, por fin, el último canto del gallo.