Espejito mágico.

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Iba dispuesto a ser asesinado- o tener opción- en la calle Antonio Grilo, cuando divisé un fenomenal trasero en una calle aledaña.

La verdad forma parte del pasado- le dije a la chica, en cuanto me puse a su altura. Por qué no va usted a ver si tiene suerte y lo victimizan ahí mismo a la vuelta de la esquina.

Eso quería decir que no le interesaba, ni como persona, ni como filósofo.

Por aquel entonces, la calle Antonio Grilo registraba los índices más altos de homicidios de todo Madrid. Mi vida era tan monótona, que, algunas veces, para saborear el riesgo, encaminaba mis pasos en aquella dirección. Si salía ileso me consideraba afortunado. También saqué la conclusión de que la propietaria de aquella lengua, estaba asímismo puesta en antecedentes sobre aquel barrio. Lo mismo hacía lo ídem, y se daba una vuelta por ver de resultar  indemne y considerarse agraciada, de quién sabe qué afrentas que le operaba la vida. Pero aquel cuerpo no era de una víctima. Me decidí a seguirla, a cierta distancia. Madrid permite este tipo de escaramuzas. Cuando llegué a la altura del viaducto, cambié de opinión y me volví sobre mis propios pasos. Una cosa era la de ver si uno era asesinado, y, otra, bien distinta, asomarse al vacío, que propiciaba aquella obra, puesta ex profeso para el salto al vacío, amén de facilitar el acceso a través de Bailén para unir el Palacio Real y San Francisco el Grande, habiéndose logrado, con creces, ambos objetivos.

Finalmente, aquella beldad, se metió en la Basílica, que se veía estaba abierta. Pero yo me volví a Tribunal, que era mi barrio. Cosas de la fisionomía, sin embargo, no se me olvidó su rostro. Contribuyendo a ello, quizá, su belleza. Y otra tarde repetí la operación de seguirla. Esta vez entré yo también en la Basílica. Y la esperé en la puerta, pues ocupaba los primeros bancos, viéndosele, por otra parte, concentrada en lo que decía el cura. Quizá fue lo que me impulsó a hacerle la espera.

Y, por tanto- le dije- es independiente de todo( refiriéndome a la verdad, reanudando la conversación en la creencia de que recordaría mi persona y mis asertos).

No debía de ir muy atenta, o mi persona no era significativa, o mi vestuario no estaba a la altura, o que se trataba de una bromista. Pero el caso es que se paró, abrió el bolso, sacó el monedero. Del monedero, una moneda de cincuenta céntimos extrajo, con la que me hizo premio u óbolo.

El resto de la tarde no me pude sustraer a la idea de considerarme en la indigencia, mirándome en todos los espejos por ver si daba el tipo. Ni que decir tiene que, a la vuelta, me eché por la calle Antonio Grilo a ver si había suerte y salía nuevamente ileso.

 


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