EL MONOLITO (2 de 3)

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–Debieron ser algunos animales –dijo Fernando–. Tal vez unos mapaches; hay muchos en esta zona.

–Me quiero ir –dijo Karen–, esto es horrible.

Fernando sentía que un fracaso en ese viaje era equivalente a fracasar con su pareja. Como si el viaje y la relación fueran uno. Comenzaron a acomodar las cosas y de pronto Karen encontró la caja de fósforos. Fue una alegría inmensa. Todo había mejorado en un instante.

Fernando se apresuró en prender una fogata:

–Vamos a calentar agua para tomarnos un café –dijo él, y ella lo miró con una sonrisa que iluminó la reserva entera.

Ese día pudieron recorrer el lugar. Caminaron junto al río, y lograron cruzar al otro lado a través de un puente natural hecho de piedras. Hicieron un picnic a la falda de un cerro, luego comenzaron a subirlo pero, sin un sendero a seguir, se rindieron antes de llegar a la cima y ver al otro lado.

Por la noche prendieron una gran fogata, una que daba poder al pequeño campamento. Calentaron un guiso en una pequeña olla y lo comieron sentados en una manta frente al fuego. Al crepitar de las llamas se unieron pronto los cantares de los sapos y los grillos, y hasta oyeron un búho incorporar tonos a la orquesta.

Fue una noche agradable de luna llena, pero cuando estaban dormidos regresaron los aullidos lejanos. Karen despertó a Fernando:

–¡Otra vez ese lobo!

Él intentó calmarla, pero el aullido se oyó más cerca esa vez. De repente vieron sombras que se proyectaban en la carpa, que comenzaron a verse en todas sus caras; una ronda de criaturas que bien podían ser personas o animales.

El fuego se apagó. Ya no había sombras ni aullidos. Solo el silencio de una noche en medio de lo salvaje. Y el silencio los invadió. Solo lograban oír pisabas sobre hojas secas. Oyeron algo más, unas risas tal vez, pero entonces alguien comenzó a dar golpes en la carpa. Decenas de manos o garras sacudieron la lona. Karen gritaba mientras Fernando intentaba contenerla. También sentía miedo, pero quería mantenerse fuerte frente a ella. Entonces buscó otra vez el cuchillo de caza que había llevado y lo sacó de la vaina. No sabía usarlo ni para cortar una cuerda, pero en ese momento, con la adrenalina fluyéndole por todo el cuerpo, estaba dispuesto a encestarle una puñalada a un oso si fuese necesario.

Los golpes se detuvieron, todo volvió a la normalidad. Y de pronto volvieron a ver el reflejo del fuego en la pared de la carpa; la fogata se había vuelto a encender por sí sola.

–Debió ser el viento –dijo él.

–¡El viento no hace eso! El viento no aúlla, no golpea la carpa de ese modo, no enciende el fuego… Me quiero ir.

Esperaron con ojos bien abiertos y nada más sucedió. Pronto él volvió a acostarse. Karen permaneció sentada inmóvil. Pasó media hora así, y poco a poco sus nervios se fueron calmando.

Pensó en seguir durmiendo, el terror ya había pasado; al día siguiente sería libre de irse si así lo desease. En ese momento él la tomó de la mano. Ella pudo sentir su presencia, su calor. Y se volvió hacia él para apoyarse sobre su pecho; ya no recordaba la última vez que se abrazaron de esa manera.

Comenzaron a besarse. Afuera el fuego seguía encendido y ardía con mayor intensidad. Él respiraba con vehemencia; un respiro masculino. Karen abrió su bolsa de dormir y notó que la de él ya estaba abierta. Se le sentó encima; el fuego no era lo único encendido aquella noche. Él la sujetó de sus muslos carnosos, esa vez supo bien cómo hacerlo, y contempló sus senos que subían y bajaban con cada sentón.

Karen tuvo su primer orgasmo en meses, y él aún seguía firme. Al final se puso sobre ella y la penetró duro y profundo, hasta hacerla acabar por segunda vez.

Fue como lo hacían al principio, cuando la relación era simple. No eran vírgenes al conocerse, pero todavía conservaban rasgos silvestres. Años después el ritmo citadino terminó por aburguesarlos, y reemplazaron el sexo desenfrenado por pláticas de trabajo y series televisivas.

Esa noche Karen tuvo sueños vívidos que rememoraron la velada. Volvió a estar sentada sobre él, pero esa vez vio la escena desde arriba. Vio la carpa moverse, y vio el fuego que ardía y se elevaba hasta que las chispas se perdían en el firmamento oscuro. Alrededor de la fogata danzaban trece demonios en ronda, tomados de las manos; eran niños demoníacos. A lo lejos se veían criaturas atravesando la bruma que era púrpura a esas horas. Las sierras se veían lejanas, más fantasmagóricas que antes. Detrás de ellas pudo ver la silueta de un ser enorme, grotesco, que respiraba agitado y con lascivia. Intentó ver su rostro, pero entonces despertó.

Apenas abrió los ojos notó que la tienda estaba abierta otra vez, y todo en el interior estaba desordenado.

Tuvo miedo de asomarse y llamó a Fernando que roncaba a su lado:

–¡Otra vez nos desordenaron todo mientras dormíamos! –dijo ella.

Fernando comenzó a reincorporarse como si la noche anterior lo hubieran sedado.

Corrieron la lona de la carpa y al asomarse vieron un majestuoso monolito.

–¿Qué es eso? –gritó Karen.

Imposible no haberlo visto antes; se trataba de una roca ígnea de color blanco de cuatro metros de altura, ubicado a pasos de la carpa. Estaba tallada con figuras gastadas por el tiempo. Figuras que pudieron tratarse de personas o de animales, o de otro tipo de criatura.

Salieron de la carpa y todo alrededor había cambiado, no reconocieron los árboles y las plantas que había cuando llegaron. Tampoco había restos de la fogata. Las sierras estaban más alejadas que antes y no alcanzaban a ver el río Pombo.

Tras la carpa hallaron un rastro de tierra similar al que deja un arado. Habían sido arrastrados hasta ese sitio para quedar frente al terrible monolito.

No hubo más palabras en ese momento, los dos se vistieron tan rápido como pudieron y corrieron por el sendero de tierra hasta llegar al sitio en el que habían acampado en un principio. Debieron recorrer cientos de metros para llegar hasta donde estaba el automóvil.

Allí estaban sus cosas, otra vez desordenadas. Juntaron solo lo más importante y se alejaron de ese bosque para siempre.

...

continúa en la tercerca y última parte.


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