A solas con su dolor, la anciana enjuga las últimas lágrimas que han dado de sí otrora sus enormes ojos. Con esos temblores que casi la impiden pensar, la vieja redobla nerviosa un andrajo de pañuelo al que llama “amigo”, ese único y mudo amigo que le ha dado consuelo tras veinte años de viudez y el olvido de aquellos que son dolor de su carne. Entre el sopor que le causan las últimas luces de su último atardecer, observa senil cómo se adueña de la única ventana que la une al mundo exterior y la envuelve inmisericorde entre esas tinieblas que tanto la aterran.
Entre el fuerte hedor que emana de sus negras ropas, se arruga temerosa y débil en su vieja silla para mostrar sin recato una espalda arqueada por cien años de aguantar los climas de las estaciones. Ya no hay primaveras ni veranos para ella; el tiempo discurre sin pausa, su otoño dio paso al frio invierno en el que el dolor del recuerdo y el olvido de los vivos que debieran quererla se juntan para constreñirla en un simple espantajo de carne y de huesos rancios.
A solas, llora la anciana y cierra los ojos para recordarse que un día fue hermosa y esbelta, fértil y plena, cariñosa madre y amada esposa deseada, y hoy grasa tumefacta entre gruesos colgajos de piel.
Vencida y débil, decrépita y maloliente, hija, hermana, esposa y madre, la que ahora peina mil canas que caen por su frente, no se reconoce, se asusta, esputa en el suelo y después maldice sin pudor a su propio Dios, esperando la muerte…
A solas.
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