LA SOMBRA DEL CUERVO (1 de 4)

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–Relojes iguales –dijo David– ¿A quién se le puede ocurrir? Somos tan distintos…

David miraba la hora en su reloj pulsera que su abuelo le había obsequiado al cumplir veintiuno. Tres años más tarde, su hermano Sebastián recibiría el mismo regalo.

Se trataba de dos relojes Reznor Deluxe. Ambos tenían una malla de titanio, y sobre el fondo negro se destacaban unos números y manecillas en platino. Eran iguales al detalle excepto en una cosa: el de David tenía grabadas las iniciales D.W. mientras que en el de su hermano se leía S.W.

David comenzó a golpetear nerviosamente el volante de su auto y mirando al horizonte a la espera de Sebastián. A su alrededor todo era campo: quinientas hectáreas que rodeaban a la vieja mansión victoriana.

Volvió enseguida a mirar el reloj. Ya habían pasado veinte minutos desde la hora acordada y Sebastián aún no llegaba. David miraba las agujas como si intentara que se movieran más a prisa, solo para tener un mayor motivo para enojarse.

Su impaciencia lo obligó a descender del vehículo y comenzó a caminar apurado alrededor de la casa. La mansión victoriana quedó vacía cuando sus padres fallecieron, y desde entonces él y su hermano no podían ponerse de acuerdo sobre su venta. Ya habían vendido casi todos los otros bienes heredados, pero aquella propiedad era, por lejos, la más valiosa.

David no quería entrar, él habría preferido concretar el encuentro en cualquier otro sitio; no deseaba que ningún recuerdo lo hiciera sentirse culpable de la venta del hogar de su infancia. Pero viviendo a cientos de kilómetros uno del otro, eligieron ese punto para no sufrir un desencuentro.

Volvió a mirar a su alrededor esperando ver alguna señal a lo lejos; algún vehículo levantando una nube de polvo, pero no vio más que árboles en el horizonte, y decidió entonces abrir la puerta.

En su interior todo estaba intacto, como si el tiempo se moviera a otro ritmo encerrado entre esas paredes. Solo un poco de tierra sobre los antiguos muebles y algunas telas de araña en los rincones eran signos de aquella silenciosa soledad.

Por fin se escuchó una bocina. Se asomó a la ventana y vio a su hermano descendiendo del automóvil. Cuando abrió la puerta, su hermano se acercó para abrazarlo, pero David apenas movió uno de sus brazos.

–Llegas tarde –dijo. Y luego ingresó de nuevo a la casa.

Se sentaron a la mesa, ubicada en el centro del salón; una gran mesa Chippendale ovalada con fuertes patas talladas que terminaban en forma de garra. Estaban enfrentados, uno en cada punta. En su esquina, Sebastián era pura tranquilidad, pero David mostraba su impaciencia en cada uno de sus miembros.

David continuó entonces, con más detalle, la conversación que habían tenido por teléfono unos días antes:

–Te pedí que nos reuniéramos lo antes posible porque el hombre que quiere comprar las oficinas me ofreció dinero por la casa. No me vas a creer lo que está dispuesto a pagar por todo.

Sebastián hacía dibujos con el polvo acumulado en la superficie de la mesa:

–¿Y cuánto ofreció por las dos oficinas?

–Eso no importa. Ahora el precio es por las tres propiedades juntas. Además, las oficinas no valen mucho; la casa es por lejos lo más valioso.

–Lo sé –dijo Sebastián–, pero esta casa perteneció a nuestra familia por cinco generaciones. Te dije muchas veces que no quiero venderla.

David se pasó la mano por la cara, sus nervios comenzaban a crecer simulando unos pequeños insectos que escalaban su cuerpo desde el interior.

–A ver… –dijo mientras se rascaba el cuello–, te explico: necesito ese dinero. Tengo la oportunidad de hacer un negocio que se me va a escapar si no invierto pronto.

–Véndele una de las oficinas de Boston y yo me quedaré con la otra. Puedes invertir todo el dinero de esa venta.   –¡Pero no me alcanza!

David se puso de pie de un salto y se dirigió a la ventana. El día comenzaba a nublarse. El enjambre que caminaba por su interior lo descontrolaba. Comenzó a sentir unas pequeñas patas bajo la piel, ascendiendo con cuidado, por la espalda hasta los hombros, para escalar por su cuello y anidar justo detrás de sus orejas.

Toda la sangre se le acumuló en la cabeza y debió respirar profundamente para no estallar. Se acomodó el cabello con ambas manos, dejándolo aún más grasiento, y en ese momento Sebastián se puso tras él.

–Has estado apostando de nuevo, ¿verdad? –dijo Sebastián apoyando la mano en el hombro de su hermano mayor.   David le quitó la mano empujándolo.

–¡Eso no te importa!

–Sí me importa. Por tu culpa estamos vendiendo todo. Solo nos quedan estas tres propiedades. Me sorprende que aún conserves el reloj que te dio el abuelo –dijo mientras lo tomaba de la muñeca–. Debieron ofrecerte poco por el hecho de estar grabado, ¿verdad?

David le dio un golpe en el rostro a su hermano.

Ambos se sujetaron y comenzaron a forcejear. Iban de un lado al otro tomándose de la ropa mientras chocaban con los muebles de la sala. De pronto Sebastián tropezó y cayó junto a la mesa Chippendale, golpeándose la cabeza con el duro borde de roble macizo.

David quedó perplejo, temblando, mirando como la sangre brotaba de la herida de su hermano para formar una alfombra roja que crecía junto a la garra de una de las patas de la mesa.

De nuevo se acomodó los cabellos con ambas manos. Ya no eran insectos los que recorrían su interior; en él solo había vacío, y un silencio que lo envolvía hasta que solo pudo escuchar un silbido alejado. Frente a él, los ojos muertos y abiertos de Sebastián parecían estar mirándolo. Se acercó, pero no había caso. El golpe había sido tan fuerte que le provocó una muerte instantánea.

...

continúa en la segunda parte

...


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