LA SOMBRA DEL CUERVO (4 de 4)

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Entre las cajas en donde tenía cosas de su padre encontró una botella de whisky F&7 que había sacado hacía mucho de la gran colección. Estaba sin abrir, y era de etiqueta negra.

Se sentó en su sillón y llenó el primero de tres vasos que tomaría en total. La bebida ingresó por su garganta, y tuvo la sensación de que él mismo era quien ingresaba por su garganta, viajando a través de su propio cuerpo, convertido en un fuego que atraviesa una cañería revestida de un material no inflamable, como si el mismo whisky laminara las paredes de su faringe para así evitar quemarlo.

Durmió plácidamente durante horas, pero a las tres de la mañana algo lo despertó. Fue como si un demonio de la ribera plutónica hubiera ingresado en su dormitorio. Abrió los ojos, pero todo era oscuridad. Sabía que no estaba solo, sabía que alguien o algo lo estaba observando. Se trataba de su propia culpa quizás, o del alma de su hermano que regresaba desde el más allá para vengar su muerte. No sabía quién era aquel ser que lo escudriñaba, pero su mirada intensa lo estaba perturbando hasta los huesos.

–¡Fue un accidente! –exclamó. Pero no hubo respuesta.

Aquel ser seguía allí; podía sentirlo.

Prendió la lámpara junto a su cama y una enorme sombra cubrió todo el dormitorio, había algo en su mesa de luz.

Su vista se acomodó y vio que aquella sombra estaba cubierta de plumas; era el cuervo que estaba parado junto a él, era la silueta del ave la que estaba dibujada en toda la habitación.

Se paró enseguida y el cuervo voló hacia el armario, y él corrió en busca de una escoba.

Regresó con ideas de expulsarlo por la ventana, pero vio entonces que ésta estaba cerrada, y su mente se perdió por un instante:

–¿Cuánto tiempo llevas en mi departamento? ¿Estuviste observándome durante horas?, ¿durante días? ¿Estuviste aquí semanas juzgándome y acechándome desde la oscuridad?

Abrió la ventana y se acercó al cuervo sujetando la escoba con fuerza. La luz producía imágenes ígneas en los ojos del pájaro, su pico se proyectaba amenazante como un clavo de nueve pulgadas, y un nuevo graznido provocó que a David se le erizara la piel. No había suficiente alcohol en su hogar como para animarse a enfrentar a aquel animal que parecía ser el vocero de la muerte. Tomó entonces su sobretodo gris y abandonó el departamento para recorrer las calles hasta que llegase la hora de firmar la venta.

Por lo general, aquellas noches en que no lograba conciliar el sueño, iba a una casa de apuestas clandestinas, o recorría las calles buscando una mujer que lo haga olvidar sus problemas por una hora completa. Pero sus bolsillos estaban vacíos y ya había agotado la paciencia de todos aquellos a los que les pidió dinero prestado, por lo que solo vagó por la ciudad.

Caminó mirando hacia todas partes, atento a cada ruido, a cada sombra. Su corazón latió con fuerza cuando vio salir a una rata de un callejón. Iba volteando hacia atrás a cada instante, y así, chocaba con cestos de basura y con otros sujetos como él que también vagaban por la noche; seres sin alma, almas perdidas, pérdida del ser.

Llegó a la escribanía muchas horas antes de lo acordado, por lo que se sentó a la puerta y se quedó dormido, tapándose con su sobretodo gris.

Al amanecer despertó y se arregló lo mejor que pudo, se acomodó la ropa y el cabello, dejándolo aún más grasiento, y esperó a que llegara la hora de apertura.

Por fin llegó la secretaria:

–Buen día, señor W. –dijo ella–. Llegó temprano. Si quiere puede pasar a esperar, le prepararé un café.   Los nervios de David ya estaban en un punto límite otra vez, y el café solo habría aumentado su nivel.

–¿Podría ser un té mejor? –dijo apretando los dientes.

La secretaria sonrió y abrió la puerta.

David pasó al baño, donde se lavó el rostro, y fue a sentarse en un sillón haciendo un esfuerzo para mantenerse quieto y no distraer a la secretaria.

A las diez llegó el escribano; un anciano con pequeños lentes redondos, vestido de negro. Su piel parecía hecha de cera, de cera derretida. Poco después llegó el comprador, un hombre obeso, calvo, con un traje de la mejor calidad. Le dio la mano a David y éste pudo ver su reloj, cadenas y anillos de oro. Juntos pasaron al salón principal.

Una gran mesa Chippendale ocupaba el centro de la habitación; ovalada, con fuertes patas talladas que terminaban en forma de garra. Si no fuera porque conocía de memoria la mesa de la casa de sus padres, habría creído que se trataba del mismo mueble; eran casi idénticas. Las paredes estaban cubiertas por libros con excepción de la que daba a la calle, ésta poseía un ventanal del que David apartó la mirada por miedo a encontrar el cuervo sobrevolando la zona.

El escribano leyó el contrato de venta mientras David tenía una lucha en su interior. Comenzó a mirar el roble tallado del borde de la mesa y notó que allí, donde su hermano se había golpeado la cabeza en la otra mesa, había una marca de un viejo golpe.

–¿Podríamos abrir un poco la ventana, por favor? –dijo el comprador.

David estaba envuelto en sudor, y a pesar de que odiaba la idea de estar en una habitación que no estuviese herméticamente cerrada, sentía que se iba a ahogar si permanecía allí por más tiempo.

El escribano abrió la ventana redonda que coronaba el ventanal, y luego prosiguió con la lectura. David ya no oía lo que éste decía. En él solo había vacío; un silencio que solo le permitía escuchar un silbido alejado mientras recordaba los ojos muertos y abiertos de su hermano Sebastián.

–Señor W. –dijo el escribano. Pero él no respondió– ¡David!

El grito lo hizo regresar de la plataforma de pensamientos vacíos en la que se encontraba perdido.

–¡Sí! –dijo.

–Si estás de acuerdo con todo, puedes firmar al pie de cada página.

David tomó la pluma junto con el contrato y se dispuso a firmar. La mano le temblaba, y le costó un gran esfuerzo apoyarla sobre la hoja. Pero justo cuando se disponía a poner su signatura, algo cayó sobre la mesa.

Fue una explosión que dejó a todos sorprendidos. El escribano y el comprador se apartaron de la mesa a causa del susto. El cuervo había ingresado a la habitación para dejar caer algo, y luego se paró en el marco de la ventana circular para emitir un último graznido.

Los hombres volvieron sus miradas a la mesa para ver qué fue lo que el cuervo había llevado. Todo estaba salpicado con sangre y barro y, justo en el centro, se encontraban los dos relojes que habían estado junto al cadáver de Sebastián todo ese tiempo. Dos relojes Reznor Deluxe con mallas de titanio. Dos relojes iguales al detalle, excepto en una cosa: uno tenía grabadas las siglas S.W. identificando a la víctima, mientras que en el otro se leía D.W. nombrando al culpable.

 

FIN


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