Wanna

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Llora la otra mitad del Sol escondiendo con rubor su flamígera faz de Dios del Fuego mientras las oscuras siluetas de unas pocas acacias y algún que otro aislado baobab sirven de primer plano al profundo horizonte de la sabana.

En su triste despedida, le acompañan los últimos vuelos del cuervo; ríen las hienas sus chistes persiguiendo en brujeril conciliábulo al último ternero enfermo, abandonado y solo por la siempre ignorante manada de ñúes y, mientras la vida se realimenta nuevamente de más vida, a costa siempre de sí misma por medio de su propia muerte, mil voces susurran y mezclan sus miedos temiendo la pronta oscuridad en la misteriosa selva que les sirve de límite a la llanura.

Las leonas descansan, pero pronto abrirán sus capachos para llenarlos de jugosa carne.

Cerca del río, orillando los últimos matorrales limítrofes, se escuchan las guturales voces de algunos hombres danzando enloquecidos alrededor de un fuego; con sus extraños cánticos parecen lamentarse del obligado descanso del padre Sol mientras ansían la pronta aparición de la hermana Luna que les cederá el reflejo plateado que les sirva de consuelo. El pequeño poblado recibe con inquietud otra nueva noche, y esperará a que pase escuchando el tenso silencio que en apenas minutos ofrecerán a ese mundo un millón de estrellas y el calostro de la Vía Láctea.

Dos hombres altos, nervudos, enjutos y de largos músculos, vigilan por fuera una tosca tienda de ramas y barro; el jefe Bonhah ha impuesto la severa orden de ver, escuchar, no entrar en su estancia y gritar su llegada cuando gima el gato su llanto natal. Dentro del chozo, dos viejas mujeres de caídos senos atienden expertas el parto de Wanna, la joven africana de quizás doce años, una de las diez hembras que forman el autoritario clan de su raza, otra parturienta que con mucha suerte le dará a la selva una vida más.

Quiebra sin quererlo unas ramas de arbusto el sigiloso paso del félido, negro también por no ser menos,  se detiene sabiéndose escuchado y observa con sus abiertas pupilas el agreste poblado del extraño hombre africano. Le observa con atención, huele el acre sudor que exhala ese raro animal de dos patas que siempre le hace dudar… Al cabo de un par de minutos huye del lugar, sorprendido, seguramente frustrado por el movimiento inopinado de uno de ellos. Es el vigilante que se aparta tras la choza para miccionar, el que con su primitiva y larga lanza hace respetar la paz de un entorno salvaje.

Rompe un llanto, por fin… El gato negro ha nacido.

Llora rebelde, acompasando con su lamento el ulular del búho, el canto del grillo y el croar de las ranas que decoran de verde esmeralda el río cercano. Las matronas lo acogen entre hojas de platanera mientras sacian a la joven madre con un cuenco de agua fresca y limpian sus gotas de sudor con un tejido vegetal lleno de sangre y de polvo. Sus ojos, ahora brillantes por el enorme esfuerzo y el dolor puerperal, están fijos en esa extraña criatura nacida de su interior, algo que jamás llegará a comprender, cómo y por qué sucedió.

Es un negro más que un lejano día tomará camino al ansiado Edén, sufrirá distancias de sudor y lágrimas y será alimento de la manada hambrienta; o se venderá, o le venderán y será comprado, o alquilado, o saqueado y vituperado, y hasta violado, dejándose hacer por un mendrugo de pan y una pasta de arroz surcada por grises gusanos… Y acaso, cuando al fin alcance la meta soñada, gritará una ininteligible ¡hurra!, abrirá admirado sus enormes ojos y, mirando al cielo con la boca abierta, sajará sus carnes sin miedo en todas las fronteras que le teman por su negritud, aquellas que limitan su bella sabana y la salvaje selva con la saciedad del hambre y el fin de sus lágrimas… Y sentirse humano, tal vez.


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