-I-
Hacía más de veinte años que Carlos había abandonado el pueblo que le vio nacer, una pequeña villa de apenas quinientos habitantes perdida en medio de la sierra castellano-manchega cuyo nombre no viene al caso desvelar. Ahora, el autobús de línea cubría con su especial traqueteo ese viaje de vuelta por la misma carretera llena de baches y apenas asfaltada que mal que bien, treinta kilómetros más allá, intentaba comunicar con la autopista que conectaba con la civilización. Le encendía el ánimo poder rememorar de nuevo el pequeño rincón que le viera crecer allá por los años veinte, observar a aquellas buenas gentes de caras adustas, respirar el aroma de la resina entre sus pinares, del romero y la salvia que ahora estallaban en un pletórico azul floral para solaz de las infatigables abejas.
Desde la ventanilla paseaba su mirada en aquel entorno admirando el rápido transitar del amarillo óleo de los girasoles y quedó ensimismado intentando proyectarse entre los pétalos de sus redondos florones e imaginarse -como los insectos- explorador de sus entresijos. Al verlos, todos apretados en luciente e inclinada formación, como rindiéndole una sutil reverencia, su corazón le hizo recordar una vieja canción infantil y no pudo evitar que sus ojos trataran de ocultar ese par de lágrimas que a todos se nos escapan cuando nuestros recuerdos fluyen y acaban por agolparse en nuestra garganta tratando de ahogarnos en un océano de nostalgias.
El frenazo del conductor y el movimiento de los pasajeros buscando apearse del vehículo le hicieron entrar de nuevo en la realidad.
Cuando se abrieron las puertas, esperó a que bajaran y despejaran la salida, tomó su pesada bolsa de viaje y cubrió los tres peldaños hasta pisar el pavimento de la que siempre había conocido como Plaza Mayor.
Buscó la primera placa municipal que alcanzara a descubrir y leyó: “Plaza de la Constitución”.
-«Lógico -pensó-, los años lo cambian todo».
Decidió quedarse allí quieto paladeando esos instantes. Observó con detenimiento la blanca fachada del antiguo Consistorio, a esas primeras horas de la tarde castigada por un sol de justicia que devolvía al transeúnte un lacerante reflejo transformado en una llamarada de agobiante calor. Siempre lo recordaba a duras penas, seguramente debido a las reformas que habría sufrido a lo largo de todos esos años; pero sí reconocía sin lugar a dudas el peculiar balcón desde el cual Don Servando –el entonces alcalde, reputado miembro del Partido Comunista- dirigía su grave voz a los lugareños que le observaban embobados desde abajo, a quienes arengaba con sus soflamas contra el fascismo hasta conseguir enfervorizar alentándolos para descubrir a los “traidores del pueblo”, empezando por los que moraran en sus propias casas.
Entonces apenas tenía trece años y nada sabía de política, pero recordaba que eran tiempos de horror, de enfrentamientos entre hermanos, padres e hijos, de traiciones y envidias personales que aquella guerra fratricida subsumía como entidades propias de la manera más natural e insana. Y aquella pequeña villa tampoco se libró de sus cruentas consecuencias.
Descabalgó de sus pensamientos y encaminó sus pasos hacia la carretera principal, en dirección sur.
A unos trescientos metros se encontraba el camino que conducía al viejo caserón que aún seguía resistiéndose en pie pese a las inclemencias sufridas durante tantos años. Acomodó sus pasos con precaución para evitar los temidos sofocos que hacía un tiempo le venían atacando sin avisar. Fue fijándose en las zarzas que bordeaban la carretera, ofreciendo ahora sus frutos maduros, algunos de un color blanco lechoso, postre deseado de los golosos tordos y gorriones que los picoteaban con ahínco y glotonería. Tomó un par de los más rojos y limpios, con cuidado de no pincharse, y los fue chupando por el camino sintiendo otra vez en su paladar aquel ácido sabor de su agreste textura.
Eso le hizo rememorar los tiempos de la infancia y la grata compañía de Isabel, su amiga, novia y esposa a quien tanto amó y tanto le hacía sufrir todavía con su comportamiento. Ambos nacieron en el pueblo y, desde que se conocieron en la vieja casona, siendo muy niños, ninguno de los dos supo prescindir de la compañía del otro.
¡Cuántas veces recorrieron ambos de la mano el mismo camino llenando sus cestillos de esos rojos frutos silvestres…!
(Continúa...)
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