El último viaje (4)

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Anteriormente: ... Para ellos no había nada más, y a veces ni siquiera eso... ¡Tiempos de dolor y hambre...!

 

***

 

-V-

 

El aspecto de las cocinas era desastroso; el suelo, hecho de una fea cerámica que en su tiempo quiso aparentar el de una villa romana, estaba lleno de mugre, cucarachas, un montón de papeles arrugados y algunos utensilios rotos que en su día alimentaron con su pobre contenido las pequeñas y hambrientas bocas de los infantes huérfanos.

 

En un rincón de lo que entonces sirvió como alacena, aunque llenos de polvo y espesas telarañas, aún se mantenían en pie los escobones con los que Carlos y el resto de huérfanos varones eran “obsequiados”, después del frugal alimento (cuando así por suerte tocaba) para limpiar con ellos hasta la última mota de desperdicios que hubieran podido quedar en el suelo o en las mesas del salón; aunque en realidad jamás los hubo, ni siquiera los huesecillos de aquellas amarillentas y desgarradoras patas de gallina.

 

Las chicas, por su parte, eran las encargadas de lavar las lozas en los dos pilones que poco antes habían llenado con el agua del pozo, transportada previamente con la fuerza escasa de sus enclenques brazos en cubos de hojalata desde un lejano rincón del jardín hasta las cocinas.

 

Mientras tanto, los tutores, ellas y ellos, encabezados por el orondo y asqueroso director desde su puesto de privilegio, después de apartarse para sí dos de las mesas hasta cerca de uno de los ventanales, unirlas y decorarlas con un lustroso mantel y limpias servilletas de paño bordado, se sentaban a su alrededor para disfrutar de un suculento almuerzo que, a base de patatas hervidas y las partes magras de aquellas gallinas que habían “sobrado” de sus amarillas patas al término del buen yantar, acababan rindiéndole tributo  con un aromático café portugués de estraperlo y -cómo no- sus amigos los postres caseros.

 

Siendo ellos, los chicos, los encargados también de la limpieza y del barrido posterior, esperaban con impaciencia tras la puerta del salón a que acabaran de comer mientras escuchaban a escondidas, en silencio y escobón en mano, sus conversaciones pegando bien la oreja a la gruesa madera.

 

Después, una vez recibida desde dentro la autoritaria y altisonante orden del orondo señor Cifuentes, entraban todos a una en la estancia y, cuando se hubieron marchado, rebuscaban entre aquellas sobras un decente o mínimo trozo de pechuga o hueso de muslo que volver a roer y alguna que otra migaja de pan blando; o, con mucha suerte,  un descuidado trozo de aquellos apetitosos bollitos de azúcar y anís que veían devorar tras la rendija de la puerta a Doña Felicitas mientras que a él y al resto de sus compañeros se les escapaba la baba por las comisuras de sus famélicas bocas…

 

-VI-

 

Le pareció escuchar un ruido extraño y se detuvo poco antes de cruzar el umbral del salón procurando aguzar bien el oído…

 

Fueron escasos segundos y, tras la corta espera, de nuevo creyó oír unos sonidos que parecían proceder de la entrada principal, como una especie de débil taconeo acompasado, los pasos de una mujer quizás…

 

Pero eso era imposible, se dijo. Nadie en su sano juicio viviría en aquel ruinoso lugar, y menos una mujer. Por si acaso, retrocedió hasta las cocinas y tomó en sus manos una de aquellas carcomidas escobas; quizás hubiera necesidad de ahuyentar a algo o a alguien…

 

Entró en el salón y, de súbito, sintió un fuerte hedor y la presencia de algo indefinible; la luz del atardecer entraba a duras penas por las rendijas que quedaban entre las claveteadas tablas que tapaban los tres ventanales, pero lo suficiente como para darse cuenta de que aquella estancia ya no tenía nada que ver con la de sus recuerdos. Las paredes aparecían desconchadas y apenas quedaban un par de mesas desvencijadas, mientras en el centro se acumulaban muy juntos toda clase de objetos herrumbrosos, cubos de estaño, tablas, cuencos rotos, ropa vieja y hasta un trozo mediano de una de esas piezas de material ondulado que servían para cubrir los chamizos a modo de tejado.

 

Se le antojó pensar que parecía el abandonado asentamiento de un explorador perdido en medio de una ciudad en ruinas.

 

Mientras observaba aquella triste estampa, sintió como un susurro parecido al roce de telas entre sí… Se mantuvo quieto y vigilante; algo oscuro parecía estar moviéndose entre aquellos cubos… Dejó la bolsa de viaje en el suelo y alzó enhiesta la escoba acercándose con sigilo hasta el irregular cúmulo de basuras, y en un momento descubrió por fin la procedencia de aquel mal olor… Un par de enormes ratas salieron bufando a toda velocidad tomando la salida del salón en dirección contraria a la suya, hacia las escaleras de la entrada principal, dejando a medio roer un conejillo en estado de avanzada putrefacción que, para su fatalidad, debió tener la osadía de adentrarse en la casona a saber por cuál de sus ignotos agujeros.

 

Un profundo suspiro le produjo de nuevo ese dolor pectoral que no dejaba de agobiarle; al menos durante los dos últimas semanas, si no recordaba mal, aunque ya había notado hacía tiempo que sus recuerdos se habían trucado bastante nebulosos dentro de su cerebro, algo que siempre había temido comentar a su médico.

 

(Continúa...)

 


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