Abrí el buzón al llegar del trabajo, y ahí estaba la foto. La ignoré y la metí entre las páginas del diario que llevaba doblado en el sobaco. A la noche siguiente, atisbé como siempre, a través de la ventanita del buzón, pero como no observé nada blanco, -mi estímulo visual es el color de los sobres bancarios-, ni siquiera me esforzé en abrirlo.
El miércoles había quedado a comer con un amigo al que hacía tiempo que no veía. Acabamos con una cogorza, que hubiese hecho estallar cualquier alcoholímetro, hablando de los ya no viejos, sino prehistóricos tiempos en que nos conocimos. Cosas de la edad. El caso es que como era previsible, a la noche cuando conseguí introducirme en el vestíbulo después de dos horas de denodados intentos de abrir la pueerta con la llave de la terraza, mis tres buzones bailaban en coreografía con los del resto de la comunidad. Dormí como un tronco.
El jueves tenía una espina clavada, que me saqué metiendo y sacando la llave del buzón con sadismo, hasta que me apercibí que tenía detrás un vecino mirándome horrorizado. Extraje sin mirar el papeleo variado del interior para, una vez ya cómodo en casa, clasificar el contenido. Cuatro sobres de bancos, un folleto de cerrajería, propaganda de una clínica dental, una invitación para ir de excursión a una matanza del cerdo, la revista mensual del consistorio de mi ciudad, -esa que jamás nadia ha extraído del plástico protector-, y tres fotos exactas, las cuales, después de cotejar, resultaron iguales a la abandonada en el periódico. Después de una extenuante y profunda reflexión, concluí en que era un suceso extraño, y más tarde, con la mirada perdida en la televisión, caí en la cuenta de que alguién que no era el cartero, me dejaba adrede cada día la misma foto. Inquietante.
En la misteriosa imagen, que parecía situada en la parte trasera de una casa de pueblo, habían un par de sillas desvencijadas, una manguera, un vaso de plástico, una escalera inservible, un cubo de latón oxidado con agua de lluvia, restos de chatarra y trapos, y algunos leños.
Tembloroso y expectante, como si fuera la Bocca della Veritá de Roma, metí la mano en el buzón al regresar a casa la tarde siguiente, y tal como preveía, me esperaba otra vez la foto.
Dispuesto a poner fin a esa insanía, me pedí el lunes de la semana siguiente, y decidí agazaparme en un ángulo muerto de la escalera, desde donde poder observar sin ser visto, el área de los buzones, y así cazar al perturbador psicópata.
Ese lunes, cinco horas después de sentarme, picó el anzuelo. Un hombre de unos 50 años llevando en la mano un fajo de fotografías, se disponía a repartirlas. Cogiéndolo desprevenido por el brazo, le apremié a que respondiera a mis preguntas. ¿Quién era? ¿Qué pretendía?
El hombre, asombrado, me entregó una fotografía y una tarjeta que olía a tinta recién impresa:
“Precios imbatibles. Muebles La Ofertaza, los mejores muebles para su terraza”
Comentarios
COMENTAR
¿Te ha gustado?. Compártelo en las redes sociales