Palabra de cabra

“Vive y deja vivir”, es la única ley de la Josefa, viuda setentona de armas tomar, militante contra la dictadura en la clandestinidad, y actual beneficiaria de una vejez modesta pero holgada, con el dinerillo que le proporciona la venta al menudeo de hachís a unos cuantos clientes fijos del barrio obrero donde vive, y que realiza con la suficiente discreción como para que, aunque casi todos sepan de doña Josefa y de su casa barata, casi nadie conozca su actividad, de lo cual, puede inferirse además, que aplica sabiamente su experiencia clandestina de épocas pasadas. 

Prestando un mínimo de atención, algunas señales dan pistas sobre dicho pasado; un par de insignias con las efigies de Vladimir Ilich Ulianov, alias Lenin, y de Karl Heinrich Marx, entre las tazas de café alineades en la vitrina de un espartano mueble de comedor; una matrioska y una réplica en madera de la catedral de San Basilio, en la repisa inferior; el caracter indomable e inquebrantabla de la señora Josefa, igual que el del pueblo ruso; y sobre todo, ... las cabras.

Sí, las dos cabras que le vigilan la finca con más mala leche que un pitbull. No es que sean rojas y tengan tatuadas una hoz y un martillo, no, de hecho, son genuinas cabras blancas que se zampan todo lo que se pone a su alcance, incluyendo plásticos y otros derivados del petróleo; la huella de su dueña, solo aparece cuando ésta las reclama a la hora del rancho, o para que cesen sus embestidas contra la entrepierna de un visitante, una vez identificado. Es solo en esos momentos, cuando se puede escuchar la curtida voz de la señora Josefa gritándoles, “palabra”, “libertad”, ¡aquí!, y un presto, “beeeeeeee”.