Un crimen vulgar (2 de 2)

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Anteriormente: “… Es un caso vulgar pero interesante, ¿verdad, inspector…? Me alegra que lo disfrute; sé muy bien que a usted le encantan estos sutiles rompecabezas. Su mente trabaja lenta pero segura, lo sé, le conozco bien. Es usted listo y no le costará mucho descubrir la identidad del asesino… Les he dejado piiiiistas… ¡Suerte, amigo!

***

¡Maldito loco!, rugió en voz alta arrugando el papel y lanzándolo con rabia contra la pantalla del ordenador. Al hacerlo, sintió cómo se le abría la reciente herida que se produjo hacía dos noches con una de aquellas malditas cuchillas que algún malnacido había dejado en el interior de su buzón. La incisión fue penetrante y aún lucía fresca en la palma de su mano. Tuvo la suerte de que Sophie era una excelente enfermera y supo cortarle de inmediato la hemorragia y darle unos cuantos puntos, aunque ella pareció lamentar mucho que todo el correo hubiera quedado completamente manchado de rojo.

Unas pocas gotas de sangre cayeron sobre el expediente y se apresuró a limpiarlas con papel absorbente. Siete palabras del informe forense quedaron enmarcadas en un rosado y húmedo cerco: “… cruz en el cuello manchada de sangre…

¡Vaya! –se ufanó-… Espero que este pequeño detalle no se le haya escapado al “cortacueros” –refiriéndose despectivamente al cirujano forense-. Tenemos en esa cruz unas valiosas pruebas de su maldito ADN… Me imagino que las habrá mandado analizar al Laboratorio…

Descolgó el teléfono y marcó el teléfono de casa… Era tarde y Sophie debía estar ya esperándole para la cena…

La mujer había sido estrangulada en el interior de la vivienda. Apareció tendida en el salón, en posición decúbito supino. Con sus largas piernas abiertas en tijera, mostraba sin recato su sexo totalmente desnuda con un rictus de horror en su cara. El equipo científico reunió con especial cuidado todos los vestigios argumentando después al inspector-jefe que daba la sensación de que la fallecida debía estar muy aletargada por los efectos del alcohol mientras era estrangulada por el asesino. En su primera inspección, el forense dijo que no había signos de violación; parecía más bien haber tenido sexo consentido y, a primera vista, no se apreciaba en sus genitales resto de humores del asesino, aunque no descartaba del todo que los hubiera. Los restos de varias botellas vacías y un poco de polvo blanco sobre la acristalada mesita del salón no dejaban dudas de que la noche había sido bastante caliente. Un inmundo charco de orines mezclado con heces de la difunta demostraban que sí debió enterarse de su agónica situación al final de los últimos estertores. Lucía una cruz de oro en el cuello cuya forma había quedado claramente marcada en su piel respondiendo a la presión de las manos del asesino. Hicieron constar también en su informe las débiles manchas que aparecían en el colgante de una sustancia que pudiera ser sangre.

Recojan todas las huellas y efectos; no dejen nada sin investigar… ¡Valiente hijo de puta…! –exclamó.

El inspector-jefe Steel quedó mirando el cadáver de aquella despampanante rubia con cierta desazón y pidió a los guardias que precintaran todo a la espera de reunir todas las pruebas y completar el informe.

La había conocido apenas un mes y medio antes. No había pretendido tener con ella un idilio permanente. Bueno…, para ser más exacto, ni siquiera había sido su intención tener un infiel romance con aquella persona, pero ella demostró ser una mujer muy envolvente y voluptuosa. Ambos coincidieron en uno de sus ejercicios de footing de fin de semana; su casa no estaba muy lejos de la suya y la entrada al parque que daba nombre a la avenida donde ambos residían fue el lugar donde, sin percatarse de la inminente presencia del otro, chocaron de frente y dieron de bruces contra el césped. El tropezón no fue grave y zanjaron la cuestión riendo ambos por aquella chistosa situación.

Aquel encuentro llevó a otro, y otro, y otro más… Y al cuarto fin de semana lo inevitable sucedió cuando la rubia le propuso tomar una copa en su casa y pasar juntos un rato agradable, “sin ninguna vinculación…”, dijo ella. Él se apiadó de sí mismo y pensó que quizá no fuera malo olvidarse un poco de la situación de rechazo que tenía en casa… Al fin y al cabo, su esposa se permitía esas odiosas licencias con su vecino, el chulo “Musculitos” al que tanto odiaba, y por una vez decidió que él también tenía derecho a sentirse libre de mordazas, aunque se prometió a sí mismo no llegar nunca a ciertas cosas de las que tuviera que avergonzarse frente a ella.

Lo cierto es que el último sábado fue superior a sus fuerzas, y en estos casos, cuando te arrimas demasiado al fuego, el dicho se cumple de forma inexorable: “carne es carne, sangre es sangre, y el hombre un animal que pincha siempre en su propio alambre…

Sin pensarlo más, se acomodó frente a su anfitriona, descolgó el teléfono y le dijo a Sophie que esa tarde no le esperara para almorzar.

El inspector Steel encendió su computadora y abrió desde la central de la base de datos el expediente completo del crimen de la 1134 de Cotton Avenue para incorporar su informe definitivo y una orden de arresto muy especial. Dejó el pequeño habanito en el cenicero y con dos dedos escribió pausadamente:

A la vista del informe de Dactiloscopia, y sin perjuicio del resultado que ofrezcan los análisis y comparativas de la pruebas biológicas obtenidas en el lugar del crimen, y en concreto los restos de sangre examinados en la medalla con la cruz y escasos residuos de semen encontrados en el sexo de la víctima, todos los datos apuntan sin lugar a dudas que la identidad del asesino se concentra en una persona muy concreta. Se explica ahora el porqué de su especial interés por instruir el expediente. Procedemos a su inmediato arresto…

Sophie y Elthon se ocultaron en la penumbra del jardín fundiéndose en un ardoroso abrazo. Todo había salido conforme estaba estudiado y ahora todo el tiempo del mundo era para ellos dos, sin miedos, sin temor a ser observados, sin la inquietud de ser descubiertos por un marido celoso… Elthon había sido todo un artista haciendo confundir los papeles en aquella pequeña obra. La putita había cumplido bien su trabajo y pudo convencerla de recibirle esa misma noche para tomar una copa con ella y pagarle también los “servicios” prestados al inspector Mc’Cully. Fue fácil hacerla morir; era débil y estaba borracha. Arregló el cortocircuito que había preparado minutos antes, untó la medalla de su víctima con la sangre diluida de la correspondencia manchada la noche anterior y salió de la casa con el mismo sigilo con que había entrado desde la piscina.

La nota fue su último toque magistral.


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