Tan grande como un ciprés y tan viejo como un tejo: ése era el tío Albert. Dos veinte de estatura y ciento doce años le contemplaron deambulando en esta vida de un lado para otro.
Fue un tipo peculiar: aventurero, mujeriego, marino de guerra, aviador, taxista, guardaespaldas, boxeador, mafioso, estibador y -¡cómo no!- un prolífico padre de cien hijos a los que nunca conoció ni llegarán a conocerle.
Se dirá que con esa estatura el tío Albert hubiera sido un buen jugador de baloncesto… Cierto es que pudo haberlo sido (de haberlo querido yo), pero lo más parecido a un balón de la NBA que nunca tuvo cerca de sus manos fueron esas enormes sandías que tanto degusta devorar ahora al aire libre en su rústica casita de un perdido rancho que tiene en el estado de Connecticut.
Era un verdadero glotón, zampaba por tres personas; pero, aunque parezca inverosímil, era el hombre más enjuto que puede uno echarse a la cara. En el pueblo le llamaban “Mr. I”; sí, por aquello del palo y el punto. Lo del punto iba por aquel sombrero de ala ancha que quitaba y ponía en su cabeza cada vez que se cruzaba con alguna dama de buen ver y -como podéis suponer- yo me he encargado siempre de que hubiera un número interesante de ellas en el pueblo. La familia es la familia, y estamos siempre para ayudarnos.
Sí, es verdad; las mujeres han sido siempre su punto flaco. A pesar de su avanzada edad, al tío Albert todavía se le seguían escapando esos traviesos ojillos de las cuencas cuando pasaba frente a él una hermosa mujer, aunque ya no era peligroso en ese sentido; ya se sabe, la próstata, la apagada vela de la libido y esas cosas tan propias de la edad avanzada que no respeta a nada ni a nadie. A veces (siempre con la boca pequeña) me pedía que le procurase unas cuantas de esas pastillas azules que hacen revivir al capirote más muerto de entre los muertos; pero yo siempre le contestaba lo mismo: moderación, querido Albert, moderación… Pero sí le prometí que quizá una de esas tardes (en las que uno raramente pueda sentirse llamado por esas voces tan conspicuas como esquivas a las que llaman “musas”) gozará de una salud excelente y recuperará sus varoniles fuerzas, tan pronto como cumpla de nuevo los veinte años de aquella añorada juventud.
¿Que si se lo ha creído…? ¡Claro, confía ciegamente en mí, lector de poca fe!
Ya, ya sé que por mis primeras palabras podría sacarse la conclusión de que el tío Albert murió a los ciento doce años… Pero yo no he dicho eso, señores míos, sino que ése fue el tiempo que le contempló deambular en la vida de un lado para otro. Ya he aclarado después que ahora está de retiro en ese pequeño ranchito en el estado de Connecticut, disfrutando como un niño grande de sus sabrosas sandías.
Las palabras tienen su importancia, amigos míos; muchas veces -las más de las veces- no es lo que nosotros creemos que dicen, sino lo que en verdad quieren decir. En ocasiones son algo traicioneras porque se esconden o disfrazan con doble sentido intentando hacernos creer cosas que han sucedido, cuando en realidad están por suceder; son bastante juguetonas, hasta hipnóticas si se lo proponen, y hay que fijarse muy bien en ellas.
También por eso son tan encantadoras.
Sí, sí…, ya sé que he hablado en pasado o en presente del tío Albert en varias ocasiones, pero lo que está por descubrir es que el tío Albert nace o muere según a mí se me antoja. Es mi criatura, y son mis designios los que traslado al papel porque yo lo he creado; ha sido aquí mi tío como pudo ser mi padre o mi hermano, mi amigo, mi asesino o confesor… Porque es mi personaje. Yo le pongo el traje que en cada momento le corto a medida, y hago de él lo que yo decido. No es de carne y hueso, le puedo amputar una mano, el brazo, rajarle el cuello o enterrar su cuerpo inmaterial aun estando vivo, y no va a sentirlo, es ajeno al dolor… ¡Qué más da, pues…!
Pero no, no quiero hacerle daño en modo alguno. Algo dentro de mí me dice que también tiene su corazoncito. Además, le he tomado cariño al tío Albert. Prefiero que siga siendo de nuevo un aventurero mujeriego, marino de guerra, aviador, taxista, guardaespaldas, mafioso o estibador; incluso boxeador, y que siga disfrutando de esos escarceos amorosos en la tierna compañía de las beldades que tanto adora.
Genio y figura en cada sepultura.
Dejémosle, pues; y espero que nunca lleguen a gorrearle esos cien hijos descubiertos sin querer, y a partir de mañana los otros cientos que estén por descubrir…
Es el poder libre de la imaginación, amigos míos, y por eso, hoy he decidido volver a otorgarle una nueva vida a partir de los veinte. Ahora el guion se me resiste un poco. No hay necesidad de matarle y debemos ser honestos con nuestras ensoñaciones. El tío Albert es un buen tipo y merece disfrutar de esa otra vida mil veces más.
O, al menos, mientras sueñe el escritor.
***
Epílogo:
Y Dios, aún siendo impúber, se dijo frente a cuatro folios vírgenes:
“Imaginemos a unos hombrecillos pisando un planeta lleno de asechanzas y odios; que sueñen en pequeño, que tergiversen su existencia hasta creerse los reyes de la Creación; que sientan también el miedo de no saberse qué… Dejémosles interactuar en su ignorancia hasta que el último de ellos comprenda que sólo han sido producto de mi libre fantasía.…”
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