BRUJA (1 de 3)
Por Federico Rivolta
Enviado el 06/10/2023, clasificado en Terror / miedo
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Algunos culparon a las ratas; y los gatos valieron su peso en oro. Otros, a las aves de corral, y enseguida prohibieron su consumo. Y hubo gente que atribuyó lo ocurrido a las constelaciones. Pero el principal acusado fue el propio ser humano, por haberse desviado del camino, por no haber seguido los mandatos de Dios. Nadie pudo confirmar el origen, pero todos estuvieron de acuerdo en una cosa: La peste sería un hecho sin precedentes en el poblado de Paso del Diablo.
El nombre del lugar suena irónico, siendo sus habitantes cristianos devotos. Cuenta la leyenda que Satanás cruzaba el bosque y deseó visitar el sitio. Los pueblerinos se lo impidieron gracias al poder de la fe, por lo que debió seguir su camino. Con la peste, en cambio, no correrían con la misma suerte.
Los aldeanos se escondieron en sus casas, pero el terror ingresó bajo la puerta. Pérdida de cabello, dolores corporales, ceguera y finalmente la muerte; todo sucedía demasiado a prisa, la enfermedad atacaba sin clemencia. Al principio se intentó aislar a los enfermos, poco después no quedó familia exenta. Se pidió apoyo a otros poblados, pero Paso del Diablo estaba ubicado en medio de un denso bosque, por lo que la ayuda tardó en llegar. Sucedió una noche; varios carruajes tirados por caballos negros llegaron de repente. Los corceles galoparon las calles con fuerza, como si quisieran que la hierba no volviese a crecer sobre sus huellas. De los carros descendieron trece hombres, todos vestidos con trajes iguales: botas altas de cuero, una túnica negra, sombrero y una máscara con un pico similar al de un cuervo; eran los médicos de la peste.
Visitaron cada hogar en el que hubiese un paciente, pero los doctores no sabían combatir el mal y solo lograron aterrorizar más a los pueblerinos. Los tratamientos consistían en punzadas que tenían la intención de purgar la sangre infecta, consumos de sustancias que provocaban mareos y diarreas, y hasta privaciones de la ingesta de líquidos por días enteros. Llegó un punto en que se corrió la voz de que su objetivo allí no era curar, sino asegurarse de que todos los enfermos muriesen, para así evitar una epidemia. De todas maneras, cuando la mitad de los habitantes fallecieron, los doctores se retiraron. Se fueron en los carros tirados por corceles negros, llevándose sus misteriosas máscaras y las pocas monedas que pudieron quitar a las familias.
La pequeña iglesia se convirtió en el último refugio, hasta que allí también el miedo volvió enemigos a los vecinos. Cualquier señal de padecimiento era motivo de expulsión de la misa, y en una ocasión todos abandonaron la capilla cuando el sacerdote se desmayó en plena ceremonia.
Rodrigo y Catalina eran campesinos, y no les era fácil cumplir con las instrucciones de higiene recomendadas. Finalmente, la plaga llegó a su hogar, y sus tres hijas enfermaron de gravedad. Siete, cinco y tres años: Marina, Mencía y Marcia; las niñas tenían todos los síntomas. Su cabello, antes dorado y abundante, en pocos días no fue más que unos pocos mechones sin vida. Sus ojos comenzaron a ponerse blancos y solo podían ver siluetas amorfas. Perdieron peso a causa de sus constantes vómitos, y su piel, que una vez fue rosada, cobró un color verdoso que se acentuaba con cada descamación. «Están en manos de Dios», decían los vecinos, y les daban algún ungüento que les había sobrado de algún pariente difunto. Pero la enfermedad dañaba todos sus tejidos, y no había ungüento que curase sus órganos internos.
Las pequeñas yacían en la vieja cama matrimonial, en el único dormitorio que tenía la humilde casa. Los padres dormían en el salón principal, en una manta sobre paquetes de paja. Estaban esperando lo inevitable, rezando a un Dios que parecía empecinado en poner a prueba sus creencias. Una tarde en la que el pueblo estaba en silencio, alguien llamó a su puerta. Al abrir vieron a una persona cubierta por una túnica negra y una escalofriante máscara con pico de cuervo. Tenía también botas de cuero y un sombrero. No obstante el traje, aquella persona no era un médico.
–Buenas tardes –dijo Rodrigo–; creíamos que todos los doctores se habían ido. Pase, por favor, tenemos tres hijas enfermas. Están en el dormitorio.
–Hemos intentado todo –dijo Catalina–, gracias a Dios han regresado.
El individuo de la máscara no dijo nada, solo ingresó a la habitación y observó a las niñas durmiendo.
–¿Cree que puede salvarlas? –preguntó Rodrigo.
El individuo asintió con la cabeza.
–¿De verdad, doctor? –preguntó Catalina.
El individuo negó con la cabeza.
–¿Sí o no? No entiendo –dijo Catalina.
–Sí, puedo ayudaros –contestó el individuo. Entonces se quitó la máscara–. Y no, no soy doctor.
Bajo la máscara de pico de cuervo había una anciana de cabello blanco y crispado. Al alzar el rostro mostró una piel resquebrajada de tal manera que parecía tener mil años.
...
...continúa en la segunda parte...
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