BRUJA (3 de 3)

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–¡No! –lloró Catalina– ¡Mi bebé!   La bruja señaló con su larga uña y la puerta del dormitorio se abrió por sí sola. En un instante voló hacia el interior de la habitación y la puerta volvió a cerrarse. Rodrigo y Catalina corrieron detrás, pero al entrar vieron la ventana abierta y a solo dos de sus hijas durmiendo. La pequeña de tres años y la anciana habían desaparecido.

El tiempo pasó y Marcia no volvió a ver a sus padres ni a sus hermanas. La única familia que tuvo a partir de entonces fue la hechicera, quien le dijo que era su tía.

Al principio le decía que su familia estaba enferma y que pronto la llevaría de nuevo con ellos, convenciéndola con más dulces de los que una niña podría comer. Años después le dijo que sus padres fallecieron. A partir de entonces Marcia fue olvidando su vida anterior, y no hubo mundo para ella más que aquel que le brindaba la bruja.

Vivieron juntas en una casa en medio del bosque; una casa hecha de piedras y con un techo alto de tejas negras. Vivieron sin amenazas, pues la anciana era temida en toda la región. Para marcar su territorio colgaba de los árboles pequeños muñecos hechos de ramas y trapos, que maldecían a quienes los veían.

La anciana tenía muchos animales, por lo que nunca les faltó alimento. Tenía vacas y gallinas, pero sobre todo cabras. Ella también utilizaba su ganado en los infames rituales que hacía junto con Marcia. La bruja le enseñó a entonar los cánticos, y también la educó en invocaciones y preparación de pócimas, aunque la joven no solía lograr los resultados esperados. Marcia creció a la vez que la bruja envejecía, y un día se sentaron para tener su última plática:

–Estoy muriendo –dijo la anciana–. Te he enseñado todo lo que necesitas saber. Aún no puedes hacer uso de toda tu magia, pero pronto heredarás mis poderes; eres mi hija.

–¿Cómo que soy su hija? –dijo Marcia–. Me ha dicho que mis padres murieron.

–Te contaré cómo fue: Hace mucho tiempo una peste afectó al pueblo en que vivías; al sur de aquí. Tú y tus dos hermanas enfermaron. Yo os salvé y a cambio pedí a tus padres que me dieran a una de vosotras.

–¿Y por qué yo? ¿Por qué me eligieron a mí y no a una de mis hermanas?

–Fuiste tú misma –dijo la anciana.

–Yo no elegí ser bruja.

–Ser bruja no es algo que se elige. Hay cosas en la vida que no se pueden elegir, cosas que no se pueden evitar. Yo no elegí ser quien soy, pero lo defiendo. Así nací, y no cambiaría nada en mí para agradar a los demás. Muchos buscan encajar siguiendo reglas ajenas. Por eso me critican, porque yo trazo mi camino. Y mientras más soy como yo, más como yo me siento. No finjo, no miento, soy libre. ¡Y que me llamen bruja!

–Pero ninguna niña iría con alguien como usted –dijo Marcia.

–Una niña común, no –dijo la hechicera–, pero estamos hablando de ti. Esa noche dormías junto a tus hermanas. Lancé un dado para determinar cuál vendría conmigo, pero no fue cuestión de azar; tú controlaste el resultado desde los sueños.

La hechicera extendió su mano de dedos anormalmente largos y ofreció a Marcia un dado de hueso:

–Inténtalo. Di un número y lánzalo. Verás que siempre sale el resultado que deseas.

La muchacha enunció varios números y siempre obtenía lo que pedía: «Tres, uno, cuatro…»; el dado cumplía su voluntad.

–Yo creo que usted es la que hace todo esto –dijo la joven.

–Piensa el número y no lo digas. Verás que ocurre lo mismo.

La muchacha pensó un número, lanzó el dado y obtuvo un seis.

–Pensaste en el seis, ¿verdad? –dijo la anciana.

–Sí. Es usted, ¡me está leyendo la mente!

–No, Marcia. Tengo muchos poderes, pero la telepatía no está entre ellos. Quizás tu puedas lograrlo, creo que el nuestro es de esos casos en los que la alumna supera a la maestra. Pronto lo sabrás.

–¡Jamás seré como usted!

Marcia abandonó la casa corriendo. La bruja quedó en su sillón sin poder ir detrás; tosía y se sentía demasiado débil. La joven se dirigió al sur con la esperanza de encontrar el pueblo en qué nació, pero allí no había caminos, y pronto se adentró en un bosque que se veía del mismo modo en cada dirección.

Corrió entre arbustos y árboles que apenas dejaban pasar la luz del sol. La tierra estaba húmeda, y sus pies descalzos enseguida se llenaron de barro. Horas más tarde tuvo hambre y sed, pero no había frutos ni arroyos a su alrededor. Oyó el cantar de los pájaros y el traquetear de las ardillas, y por momentos imaginaba cómo sería devorarlos.

Comenzó a oscurecer, y de pronto llegó a un poblado. Tuvo la sensación de que era el mismo en el que había nacido, pero no podía asegurarlo. Decidió entonces permanecer escondida, mientras pensaba qué decir a aquella gente para poder encontrar a su familia. En ese instante oyó un grito. Solo ella pudo oírlo, pues provenía de varios kilómetros de distancia; fue el grito final de la bruja.

Un hombre pasó cerca, pero no la vio. Marcia estuvo a punto de alzar la mano para saludarlo, pero entonces sintió espasmos en todo el cuerpo. En un instante su cabello se crispó, y sintió un dolor en las encías que se ennegrecieron hasta corromperle los dientes. Sus ojos se tiñeron de rojo y su lengua se volvió bífida cual reptil venenoso. Todo en ella estaba cambiando. Después, en lugar de saludar, apretó el puño con fuerza acumulando allí toda su ira. Marcia vio que su mano poseía dedos desproporcionadamente largos, y la abrió mostrando un dado de hueso.

«Que el azar decida si debo traer una peste a este condenado pueblo», murmuró la joven bruja. Sonrió mostrando sus pútridos colmillos y lanzó el dado al suelo, que rebotó varias veces hasta que la cara superior mostró un seis.

.

FIN


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